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Yo soy Hijo de Dios

 Meditación sobre Jn 10,22-42


Otra vez está Jesús enseñando en el Templo de Jerusalén. La profunda revelación que vamos a escuchar brota de la pregunta que le hacen los judíos.


Se celebró por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Le rodearon los judíos, y le decían: ¿Hasta cuándo vas tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente. 


Jesús va a responder a esta pregunta, pero no del modo que esperaban los judíos. No hubiera servido de nada, porque ellos tienen un concepto del Mesías –más bien varios, según los grupos– que no responde al designio de Dios. Jesús va a revelar lo que significa que él sea el Cristo, el Ungido con el Espíritu Santo al que el Padre ha enviado al mundo. Va a insistir en que son sus obras las que dan testimonio de que Él es el Cristo; con sus obras lo está diciendo desde el principio.


Jesús les respondió: Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; Yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno. 

   Los judíos trajeron otra vez piedras para apedrearle. Jesús les dijo: Muchas obras buenas que vienen del Padre os he mostrado. ¿Por cuál de esas obras queréis apedrearme? Le respondieron los judíos: No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios. 

   Jesús les respondió: ¿No está escrito en vuestra Ley: ‘Yo he dicho: dioses sois’? Si llama dioses a aquellos a quienes se dirigió la Palabra de Dios –y no puede fallar la Escritura– a aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo, ¿cómo le decís que blasfema por haber dicho: ‘Yo soy Hijo de Dios’? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y Yo en el Padre. 


El testimonio de las obras. Jesucristo obra las obras de Dios. Lo dice de varias maneras: primera: las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; luego: muchas obras buenas que vienen del Padre os he mostrado; por último: si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras. La clave es que Él obra siempre y sólo en nombre de su Padre. Por eso sus obras dan testimonio de que es el Hijo de Dios: Yo y el Padre somos uno; y nos invita a creer en Él por las obras: y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y Yo en el Padre.


La Comunión de Personas en Dios es el corazón de la revelación que el Hijo ha venido a traernos. La revelación que las Escrituras de Israel estaban esperando. El Dios que nos revela Jesús no es un ser solitario, aislado en su trascendencia, mudo porque no tiene con quien hablar y ajeno al amor porque no tiene a quien querer. Pero la palabra de Cristo hay que aceptarla en la fe; no hay otro modo; no hay acceso con la sabiduría de este mundo a la divinidad de Jesús de Nazaret, el hijo de María. Sus palabras y sus obras son signos que invitan a la fe, pero no la fuerzan.

   En nuestra relación con Dios no hay nada mecánico. Dios no violenta. Las más poderosas obras de Jesús se pueden descalificar: por el príncipe de los demonios expulsa los demonios. La clave de la fe no está en las obras ni en las palabras –que sin signos– sino en que dejemos obrar a Dios en nuestro corazón. Es lo que dice en la sinagoga de Cafarnaúm: Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y Yo le resucitaré el último día. Sólo sus ovejas –las que el Padre le ha dado– se dejan atraer por el Padre y van a Él, escuchan su voz y ven en sus obras las obras de Dios. Y a sus ovejas introduce en la comunión de vida que Él tiene con el Padre.


Los judíos entienden perfectamente que Jesús se está revelando como el Hijo Unigénito de Dios. Pero no quieren creer en Él. Cuando llegue la hora esta declaración de Jesús será la causa de su condena. El Señor les hace entender que no deben escandalizarse de sus palabras, que ya estaba todo preparado en la Escritura: Él es el que el Padre ha santificado y enviado al mundo para hacer las obras de su Padre, y esas obras dan testimonio de que el Padre está en Él y Él en el Padre. Por eso Jesús es el que puede decir con la más profunda verdad: Yo soy Hijo de Dios. Ésta es la revelación fundamental a la pregunta de ¿quién eres? ¿qué dices de tí mismo? Los que la aceptan en la fe recibirán del Hijo la vida eterna, la vida de hijos de Dios.


Algunos de estos hombres no creen en Jesús:


Querían de nuevo prenderle, pero se les escapó de las manos. Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde Juan había estado antes bautizando, y se quedó allí. Muchos fueron donde Él y decían: Juan no realizó ninguna señal, pero todo lo que dijo Juan de éste, era verdad. Y muchos allí creyeron en Él.


Vuelve el Evangelista a hacer comparecer el profundo testimonio que el Bautista dio de Jesús. Herodes decapitó a Juan para hacerlo callar, pero su palabra sigue viva y eficaz, llevando a muchos a creer en Jesús. Así sucederá a lo largo de los siglos. Qué gran profeta fue Juan Bautista.


Ante el misterio de Jesús, de sus palabras y de sus obras, unos creerán que están ante el Hijo de Dios que nos trae la vida eterna, y otros pensarán que es un blasfemo de la peor especie. Así ha sido desde hace dos mil años. Qué proféticas ha resultado las palabras de Simeón que San Lucas ha recogido: Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.



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