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Yo soy la Luz del mundo

Meditación sobre Jn 8,12-20


Del segundo Canto del Siervo del libro de Isaías: 


¡Oídme, islas, atended, pueblos lejanos! 

Yahveh desde el seno materno me llamó; 

desde las entrañas de mi madre recordó mi nombre. 

Hizo mi boca como espada afilada, 

en la sombra de su mano me escondió; 

hízome como saeta aguda, 

en su carcaj me guardó. 

Me dijo: “Tú eres mi siervo (Israel), 

en quien me gloriaré”. 

(...)

“Poco es que seas mi siervo, 

en orden a levantar las tribus de Jacob, 

y de hacer volver los preservados de Israel. 

Te voy a poner por luz de las gentes, 

para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra”.


Todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en Jesucristo. Con este horizonte escuchamos a Jesús en el Templo de Jerusalén:


Jesús les habló otra vez diciendo: “Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.


En Jesucristo, Dios ha cumplido la promesa de enviarnos a su Siervo. Jesús es la Luz que el Padre ha enviado al mundo para que su salvación alcance hasta los confines de la tierra. De cada uno depende el acogerla, y caminar los caminos de este mundo en la luz de la vida, o rechazarla y vivir envuelto en tinieblas –símbolo de la muerte–.


En el Salmo 43, el hombre que experimenta las angustias de la vida se vuelve a Dios:


Hazme justicia, Dios mío, 

y defiende mi causa de gente sin piedad; 

líbrame del hombre falso y perverso. 

Tú eres el Dios de mi refugio. 

¿Por qué me rechazas? 

¿Por qué he de andar entristecido por la opresión del enemigo? 

Envía tu luz y tu verdad; 

que ellas me guíen y me conduzcan 

a tu monte santo, a tus moradas. 

Y me acercaré al altar de Dios, 

al Dios de mi alegría y de mi gozo, 

y te alabaré con la cítara, 

¡oh Dios, Dios mío! 

¿Por qué te abates, alma mía, 

por qué te me turbas? 

Espera en Dios, que aún podré alabarlo, salvación de mi rostro y Dios mío.


En Jesucristo, Dios ha escuchado la petición del Israel fiel. Y la Luz y la Verdad que es Jesús, nos van guiando y conduciendo hasta la Casa del Padre. Se acabaron las angustias y miedos, ahora todo es alegría y gozo, mientras esperamos el día en el que podremos alabar a Dios por toda la eternidad.


La reacción de los fariseos abre espacio para que el Señor profundice su revelación:


Los fariseos le dijeron: “Tú das testimonio de ti mismo: tu testimonio no vale”. Jesús les respondió: “Aunque Yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio vale, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy Yo solo, sino Yo y el que me ha enviado. Y en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí”. 


Sólo Jesús se conoce y sólo el Padre conoce al Hijo. ¿Qué valor tendría cualquier otro testimonio? Sería un juicio según la carne, incapaz de pasar desde Jesús de Nazaret hasta el Unigénito de Dios. Qué asombroso cumplimiento de la Ley: los dos testigos de Jesús son dos Personas divinas.


Entonces le decían: “¿Dónde está tu Padre?” Respondió Jesús: “No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre”. 


Sólo el Hijo conoce al Padre y lo puede revelar. Jesucristo es la Luz que ilumina el misterio de la Santísima Trinidad. Como los fariseos rechazan la fe en Jesús se cierran también el acceso al conocimiento del Padre


El evangelista termina:


Estas palabras las pronunció en el Tesoro, mientras enseñaba en el Templo. Y nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora.


Siempre, en el horizonte, la presencia de la Cruz. Esa presencia de la Cruz da a las palabras de Jesús una especial dimensión escatológica; y revela su profundidad: el Crucificado es la Luz del mundo, y el que camine a esa luz tendrá la luz de la vida.

   

Excursus: El Templo de Jerusalén


Jesús está enseñando en el Templo de Jerusalén. Cuánto amor tenía Jesús a ese Templo. Ahora le está dando la plenitud de su sentido y de su grandeza: es la cátedra en la que la Palabra Encarnada nos ilumina y nos enseña el camino de la Casa de su Padre Dios. 

   El Templo de Jerusalén está prestando los últimos y más importantes servicios a la obra de la Redención. Durante siglos ha sido el único lugar en la tierra en el que el verdadero Dios ha puesto su morada entre los hombres; en el que ha escuchado la oración del Israel fiel; el único Templo en el que se han ofrecido sacrificios que Dios ha aceptado con agrado. El último servicio que presta esta venerable institución es ser el aula en la que Jesús, el verdadero templo de Dios, enseña su enseñanza. Cuando en la Cruz Jesús pronuncie su última palabra –Todo está cumplido–, la misión del Templo de Jerusalén habrá terminado –el edificio será destruido no muchos años después–. 

   Realmente habrá terminado la función del edificio, pero la Palabra de Dios que allí resonó no se ha apagado; sigue recorriendo los caminos de la tierra iluminando el mundo para que los hombres no caminen en tinieblas y puedan tener la luz de la vida. Esta grandeza del Templo de Jerusalén no se la quitará nunca nadie. 

   Han pasado dos mil años desde que Jesús pronunció esta palabra y el resultado es asombroso: una multitud inmensa de cristianos –algunos ya canonizados– han recorrido los caminos de la vida iluminados por la luz de Cristo. Así han pasado por el mundo haciendo el bien, cuidando la vida, dando gloria a Dios. La vida de la Iglesia es poderoso testimonio de la verdad de las palabras de Jesucristo.



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