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Si el Hijo os da la libertad

Meditación sobre Jn 8,31-59


Jesús está enseñando en el Templo de Jerusalén. Muchos de los que le escuchan han creído en Él.


Decía, pues, Jesús a los judíos que habían creído en Él: “Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois verdaderamente discípulos míos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres”. 


Jesús, como siempre, invita. Él no avasalla ni manipula. Invita. Depende de cada uno acoger sus palabras en la fe y permanecer en ellas. Entonces seremos verdaderos discípulos de Jesús, conoceremos la verdad, y la verdad nos hará libres ¿A qué verdad se refiere Jesús? Se refiere a la verdad fundamental, la que en último extremo da razón del obrar de Dios, razón de la Creación y de la Encarnación; se refiere al amor que su Padre Dios nos tiene y a su designio de vida para nosotros. Así lo reveló en el encuentro con Nicodemo:


Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna.


Ésta es la verdad que conoce el que permanece en las palabras de Jesús. No otros. Solo el ser verdaderamente discípulos de Cristo es la puerta que abre el acceso a esa verdad. No hay otra. Vivir en esta verdad es lo que nos hace libres. El Hijo nos da la libertad de poder llegar a ser hijos de Dios, de acoger el amor de Dios y de permanecer en él guardando sus mandamientos. No hay libertad fuera del amor con el que el Padre nos ama. Fuera de ese amor todo está marcado con el sello de la muerte eterna; pero si la última palabra la tiene la muerte hablar de libertad es una bobada. La libertad –como la verdad, y el amor– o se abre a la vida eterna o es una palabra vacía. 


Ellos le respondieron: “Nosotros somos descendencia de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras el hijo se queda para siempre. Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres”.


Desde el pecado del origen todos hemos nacido esclavos. El Hijo de Dios ha venido al mundo para liberarnos de la esclavitud del pecado, para hacernos verdaderamente libres dándonos la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Lo hará al precio de su Sangre. Qué valor debe de tener nuestra libertad a los ojos de Dios. Realmente el cristianismo es la religión de la libertad. Fuera de estas palabras de Jesús todo está dominado por el pecado y la muerte; el hombre, aunque se engañe, es un esclavo.


La palabra de Jesús no prende en aquellas gentes:


“Ya sé que sois linaje de Abraham; pero tratáis de matarme, porque mi palabra no prende en vosotros. Yo hablo lo que he visto donde mi Padre; y vosotros hacéis lo que habéis oído donde vuestro padre”. Ellos le respondieron: “Nuestro padre es Abraham”. Jesús les dice: “Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham. Pero tratáis de matarme, a mí que os he dicho la verdad que oí de Dios. Eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre”. 


Estos hombres son descendencia de Abraham según la carne, pero no hijos de Abraham según la fe. Tratando de matar a Jesús revelan quién es su verdadero padre porque, al margen de frases grandilocuentes, el hijo hace las obras de su padre; por las obras se conoce a quién tiene un hombre por padre. El Padre de Jesús es Dios; el de estos judíos es el diablo. El Señor va a decirlo claramente.


Ellos le dijeron: “Nosotros no hemos nacido de la prostitución; no tenemos más padre que a Dios”. Jesús les respondió: “Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque Yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que Él me ha enviado. ¿Por qué no reconocéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira. Pero a mí, como os digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios, escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis, porque no sois de Dios”. Los judíos le respondieron: “¿No decimos, con razón, que eres samaritano y que tienes un demonio?” Respondió Jesús: “Yo no tengo un demonio; sino que honro a mi Padre, y vosotros me deshonráis a mí. Pero Yo no busco mi gloria; ya hay quien la busca y juzga”. 


Qué palabras tan fuertes. Jesús está diciendo la verdad y la está diciendo para llevar a esos hombres a la conversión; y unos hombres a los que Jesús tiene que decir que son hijos del diablo es que necesitan palabras muy fuertes. Quizá alguno de estos hombres recapacitó y se decidió a escuchar las palabras de Dios.

   Qué interesante es la reflexión de Jesús acerca de ser «hijo de». No hay que entenderlo en sentido biológico sino en sentido espiritual: el diablo no ha engendrado a nadie y los verdaderos hijos de Abraham son los hijos de la Promesa. El hijo es el que hace las obras de su padre, sólo acepta la autoridad de su padre y sólo conoce y ama lo que le viene de su padre. Jesús nos dice que, en último extremo, el hombre tiene que elegir entre ser hijo de Dios o hijo del diablo; la frontera pasa por la relación Él, que es el signo de contradicción ante el que se descubre lo que hay en el corazón del hombre. El que es de Dios ama a Jesús y escucha su Palabra. 

   Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Qué palabras tan terribles. También nosotros podemos llegar a escucharlas. Por eso el Señor, en Getsemaní, en la hora del poder de las tinieblas, le dijo a Pedro: 

Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil

La carne es débil y el Príncipe de este mundo cuenta con los poder de la violencia y la mentira: 

Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira

Qué poderoso retrato de Satanás y de las fuerzas que mueven los poderes de este mundo. Todo el que está al servicio del homicidio y la mentira, en cualquier grado que sea, es un hijo del diablo.

    Honro a mi Padre. Jesús, que es y se sabe Hijo de Dios, honra sólo a su Padre Dios. Ésa es la razón de su vivir. En Belén, en Nazaret y en el Calvario, Jesús está honrando a su Padre. Como es y se sabe Hijo de Dios, busca sólo la gloria que puede recibir de su Padre. Ninguna otra honra le interesa y ninguna deshonra le afecta. Jesús, que no busca su honra ni la que puede recibir del mundo, lo deja todo en las manos de Dios.


El Señor continúa con su revelación:


“En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi palabra, no verá la muerte jamás”. Le dijeron los judíos: “Ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Abraham murió, y también los profetas; y tú dices: Si alguno guarda mi palabra, no probará la muerte jamás. ¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?” 


Otra vez introduce Jesús sus palabras con una expresión solemne; y no es para menos, porque lo que nos va a decir es decisivo: si alguno guarda mi Palabra, no verá la muerte jamás. Punto. Ya está todo dicho. A partir de ahí, cada uno tiene que elegir. Debe hacerlo con la clara conciencia de que sólo la Palabra del Hijo Encarnado es portadora de vida, de la vida que el Hijo recibe del Padre. Fuera de esta vida todo lo demás está marcado con el sello de la muerte eterna.

   Los judíos que le escuchan no reciben las palabras de Jesús. Le han entendido perfectamente, como se ve claro en lo que dicen, pero no acogen las palabras del Señor. No tienen fe en Él, y sólo en la fe se pueden acoger las palabras del hombre Jesús. Ante las palabras de Jesús de Nazaret sólo caben dos posturas: acogerlas en la fe y vivir desde ellas, o la reacción de esos judíos. 

   ¿Por quién te tienes a ti mismo? Ésta es la pregunta clave que hay que dirigir a Jesús; en la oración, claro, no en la polémica. Pero es la pregunta clave: ‘Jesús, ¿quién eres? ¿por quién te tienes a ti mismo?’ Ser cristiano es dirigir esta pregunta al Señor y dejar que nos vaya contestando –eso son los Evangelios–. Y las respuestas de Jesucristo, que cada vez entenderemos con más profundidad, van dilatando el horizonte de nuestra vida y van llenando el corazón de asombro y agradecimiento. Y podremos preguntarle: ‘Jesús, ¿por quién me tienes a mí? ¿quién soy yo para tí?’. Y ante su respuesta, que está expresada en la Cruz, le diremos asombrados: ‘¿Qué he hecho yo para que me quieras tanto?’


La respuesta de Jesús a la pregunta de los judíos es magnífica.


Jesús respondió: “Si Yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: Él es nuestro Dios, y sin embargo no le conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero Yo le conozco, y guardo su palabra. Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se alegró”. Entonces los judíos le dijeron: “¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy”.


Escuchas estas palabras de Jesús; las meditas con calma en la oración procurando, con la ayuda del Espíritu Santo, comprender todas las relaciones de estas palabras, y concluyes: ‘Ahora tengo una cierta idea de que quiere expresar Jesús cuando dice: Yo Soy’. Él es el Hijo Unigénito de Dios Padre, y solo de su Padre recibe gloria; es el único que conoce al Padre y, por eso; el único que lo puede revelar; el que siempre obedece a su Padre Dios; el que viene a cumplir la Promesa que Dios hizo a Abraham. 


La reacción de los judíos a la revelación de Jesús es profundamente entristecedora:


Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo.


Jesús sabe que todavía no ha llegado su hora.



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