Meditación sobre 1 Pe 2,18-25
San Pedro dirige su Carta a los cristianos que vivían en el Ponto, Galacia, Capadocia, Asia. A los que eran esclavos les dice:
Los siervos sed sumisos con todo respeto a vuestros dueños, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los severos. Porque es gracia que uno, por consideración a Dios, soporte penas sufriendo injustamente. Pues, ¿qué gloria hay en soportar los golpes cuando habéis faltado? Pero si obrando el bien soportáis el sufrimiento, eso es agradable a los ojos de Dios. Pues para esto fuisteis llamados.
¿Cómo puede ser gracia y cosa agradable a los ojos de Dios el soportar las penas injustas? La respuesta que San Pedro nos va a dar es clara: así obró Jesucristo. La única referencia de la vida del cristiano es Jesucristo. Por pura gracia de Dios hemos sido llamados para vivir la vida de Cristo, para recorrer los caminos que Él ha recorrido. Hay muchos caminos en este mundo donde no encontraremos las huellas de Cristo; son los caminos del pecado. Pero en los caminos que llevan a la Pasión, los que se recorren por amor y obediencia a Dios, en esos caminos encontraremos fácilmente sus huellas, porque el Hijo de Dios ha venido al mundo a abrir esos caminos para que podamos seguirle.
El misterio de Cristo es un misterio insondable de humildad. En la oración en el Cenáculo Jesús nos revela desde dónde se ha humillado:
Padre, los que me has dado quiero que donde estoy Yo estén también ellos conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo.
Desde esa gloria, resplandor del amor con el que el Padre le ha amado antes de la creación del mundo, hasta la Cruz:
También Cristo padeció por vosotros,
dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas.
Él no cometió pecado,
ni en su boca se halló engaño.
Al ser insultado, no respondía con insultos;
al ser maltratado, no amenazaba;
sino que ponía su causa en manos del que juzga con justicia.
Subiendo al madero,
Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo,
a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia;
y por sus llagas fuisteis sanados.
Porque erais como ovejas descarriadas,
pero ahora habéis vuelto al Pastor
y Guardián de vuestras almas.
Qué precioso canto. Realmente tenemos que aprender del Señor que es manso y humilde de corazón. Él es Dios, y sube a la Cruz –el más ignominioso de los suplicios– despojado de sus vestiduras, cubierto con toda la pestilencia y repugnante suciedad de nuestros pecados, con todo lo que es odioso y vil en la conducta humana.
El Corazón manso y humilde de Cristo acoge el pecado del hombre. Todos. Desde el pecado del origen hasta el final de la historia. Se somete a todas las humillaciones y burlas fruto de nuestros pecados y no responde a la violencia con la violencia. Así la violencia muere en la Cruz de Jesús. Qué necesidad tenemos en este mundo nuestro de aprender de la humildad y mansedumbre del Corazón de Jesús; de aprender de Él a confiar en Dios, a poner nuestra causa en manos del que juzga con justicia.
Jesús es el Hijo y pone su causa en manos de su Padre. La Cruz de Cristo rompe la terrible tradición de la espiral de la violencia, esa espiral que introdujo en el mundo el pecado del origen y que ha sido la causa de tantísima sangre derramada; esta tradición está expresada con su terrible verdad en el Canto de Lamec del libro del Génesis:
Y dijo Lámek a sus mujeres:
“Adá y Sillá, oíd mi voz;
mujeres de Lámek, escuchad mi palabra:
Yo maté a un hombre por una herida que me hizo
y a un muchacho por un cardenal que recibí.
Caín será vengado siete veces,
mas Lámek lo será setenta veces siete”.
Desde ese remoto origen la violencia no hará más que crecer, transformando la historia en un gigantesco río de sangre y lágrimas, y amenazando con la destrucción de la vida en la Tierra. Hasta la Cruz. La muerte del Hombre Dios es el paroxismo de la espiral de la violencia; pero es también su derrota. La venganza muere en el Corazón del Crucificado; no pasa al otro lado de la Cruz; no pasa al mundo del Resucitado. Jesús lleva nuestros pecados en su cuerpo, y de sus llagas nos llega la salvación.
Ahora también nosotros podemos poner nuestra causa en manos de Dios, y hacer que la violencia muera en nuestro corazón, seguros de que la justicia de Dios tendrá la última palabra en la historia y en nuestra vida.
Jesús sube al madero, no para condenarnos, sino para venir a buscarnos a los que éramos como ovejas descarriadas y ser el Pastor y Guardián de nuestras almas. Si dejamos que la Cruz de Cristo grabe su sello de mansedumbre y humildad en nuestro corazón –es pura gracia de Dios–, entonces será verdad que hemos muerto al pecado para vivir para la justicia. Este es el modo de seguir las huellas de Cristo; y llegará un día en el que estaremos con el Señor glorioso contemplando su gloria, tal como Jesús pide a su Padre.
San Pedro ha dicho que Jesús, subiendo al madero, Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo; (...) y por sus llagas fuisteis sanados. ¿Llegará el día en que veremos nuestros pecados en el cuerpo de Cristo Resucitado? Si es así, ese día sabremos lo que es la vergüenza y el arrepentimiento y dolor de corazón; ese día sabremos lo que es llorar. Y esas lágrimas nos purificarán el corazón. Solo pensar en ese día nos tiene que mover a pedir al Señor la gracia necesaria para nunca más pecar; y a descubrir el valor de expiación por nuestros pecados que tiene el sufrimiento en esta vida. Por eso nos dice San Pedro: pero si obrando el bien soportáis el sufrimiento, eso es agradable a los ojos de Dios.
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