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Yo soy Rey

Meditación sobre Jn 18,33-19,5


Del relato de la Pasión según san Juan:


Entonces Pilato entró de nuevo al pretorio y llamó a Jesús y le dijo: “¿Eres tú el Rey de los judíos?” Respondió Jesús: “¿Dices eso por tu cuenta, o es que otros te lo han dicho de mí?” Pilato respondió: “¿Es que yo soy judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?” Respondió Jesús: “Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí”. Entonces Pilato le dijo: “¿Luego tú eres Rey?” Respondió Jesús: “Sí, como dices, Yo soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”. Le dice Pilato: “¿Qué es la verdad?”


Pilato no tiene por qué preocuparse: el Reino de Jesús no es de este mundo, no pertenece al ámbito del poder, la riqueza, la mentira y la violencia. Jesús es Rey y manifiesta su Realeza dando testimonio de la verdad; el que es de la verdad lo acepta como Rey. ¿A qué verdad se refiere? ¿Cuál es esa verdad que ha venido a traer al mundo? La que solo el Hijo de Dios puede testimoniar: el amor que su Padre Dios nos tiene: la verdad que funda y da razón de todo. Para trasplantarlos del poder del pecado al Reino del amor de su Padre ha venido Jesucristo al mundo. Así manifiesta su realeza. Y el que es de la verdad, el que desea por encima de todo ser y saberse amado por el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, escucha su voz.


Jesús es Rey desde su nacimiento. Para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo. El Señor Dios le dio a su Madre por Trono. María es el primer trono desde el que Jesús reina. Y tenemos admirables imágenes del Hijo de Dios en brazos de su Madre. Y el testimonio del Niño Rey no necesita palabras. Basta su presencia para llenarnos de asombro: ¡cuánto nos debe amar Dios para enviarnos a su Hijo!


En la Anunciación, el ángel habló a María de otro trono:


Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin.


El trono de David estaba en Jerusalén, y allí eran coronados los reyes de la casa de David. En Jerusalén, la ciudad de David, será Cristo entronizado como Rey sobre la casa de Jacob. El día en el que Jesús fue a Jerusalén a ser coronado, el día de su entrada Mesiánica, se abrieron ante la ciudad de David dos caminos. El pecado determinó el modo como Cristo recibiría el trono de David, su padre. Escuchemos cómo nos lo cuenta el evangelista.


Después del encuentro con Jesús, Pilato intentó, sin ningún convencimiento, liberarlo. No lo consiguió:


Y, dicho esto, volvió a salir donde los judíos y les dijo: “Yo no encuentro ningún delito en él. Pero es costumbre entre vosotros que os ponga en libertad a uno por la Pascua. ¿Queréis, pues, que os ponga en libertad al Rey de los judíos?” Ellos volvieron a gritar diciendo: “¡A ése, no; a Barrabás!” Barrabás era un salteador.


Pilato sabe que tiene perdida la partida e intenta un recurso innoble:


Pilato entonces tomó a Jesús y mandó azotarlo. Los soldados trenzaron una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y le vistieron un manto de púrpura y, acercándose a él, le decían: “Salve, Rey de los judíos”. Y le daban bofetadas. Volvió a salir Pilato y les dijo: “Mirad, os lo traigo fuera para que sepáis que no encuentro ningún delito en Él”. Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Díceles Pilato: “Aquí tenéis al hombre”.


Jesús es coronado como Rey en Jerusalén. Su Trono será la Cruz. Claro que los símbolos de la coronación no son más que símbolos del odio del mundo. Y claro que el «Aquí tenéis al hombre»–el Ecce Homo– tiene un sentido despectivo. Ése es el plan del Príncipe de este mundo. Pero Dios tiene un designio distinto y, efectivamente, ahí tenemos al hombre que, desde el Trono de la Cruz, dará el testimonio definitivo de la verdad y, si somos de la verdad, escucharemos su voz.

   Miras a Jesús entronizado en la Cruz y escuchas, con una profundidad que da vértigo, que Él es Rey, y que ha nacido y venido al mundo para dar testimonio de la verdad. El Crucificado está dando testimonio de la verdad del amor que Dios nos tiene, y nos revela que es amor misericordioso y compasivo, que es amor que se goza en perdonar y que padece con cada hombre. El Mesías Rey está dando testimonio de la verdad de su amor obediente y humilde a su Padre Dios –que es lo que da valor redentor a su Pasión–. Y está dando testimonio del misterio de iniquidad que es el pecado; del abismo de maldad que puede llegar a ser el corazón del hombre; del odio que puede brotar de ese corazón; y de ese rasgo fuerte de todo pecado que es burlarse de Dios. Y al que es de la verdad, escuchar el testimonio que nos deja Jesús en la Cruz lo transforma completamente, y le lleva a pedir a Dios: «no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal»; porque si Dios no nos protege estaremos entre los que coronaron a Jesús aquel día terrible en Jerusalén.


Pero ese hombre del que es tan fácil burlarse en este mundo es el Rey que Dios sentará en su Trono; desde allí nos da el testimonio definitivo de la verdad. Así nos lo asegura en la conclusión de las Cartas a las siete Iglesias del libro del Apocalipsis:


Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi Trono, como Yo también vencí y me senté con mi Padre en su Trono.


Si somos de la verdad, si pasamos por el mundo viviendo como hijos de Dios y, así, dando testimonio del amor que nuestro Padre nos tiene, seremos vencedores; y Jesucristo Rey nos concederá sentarnos con Él en su Trono. Para siempre. Porque Jesús tiene la esperanza de darnos a participar de su realeza. Esa esperanza de Cristo es lo que da seguridad a nuestra lucha.



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