Meditación sobre la Plegaria Eucarística IV
En el corazón de la oración Eucarística el sacerdote, en nombre de todos, le pide a Dios Padre:
Por eso, Padre, te rogamos que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor, y así celebremos el gran Misterio que nos dejó como Alianza Eterna.
De la seguridad de que el Padre escucha nuestra oración brota la vida Eucarística de la Iglesia.
La oración se adentra ahora en lo más profundo del Misterio. El sacerdote va a acoger en su oración la oración de Jesús en la Última Cena:
Porque Él mismo, llegada la hora en que había de ser glorificado por ti, Padre Santo, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Y mientras cenaba con sus discípulos, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio, diciendo:
“Tomad y comed todos de él,
porque esto es mi Cuerpo,
que será entregado por vosotros”.
Del mismo modo, tomó el cáliz lleno del fruto de la vid, te dio gracias, y lo pasó a sus discípulos, diciendo:
“Tomad y bebed todos de él,
porque este es el cáliz de mi Sangre,
Sangre de la alianza nueva y eterna,
que será derramada
por vosotros y por muchos
para el perdón de los pecados.
Haced esto en conmemoración mía”.
Hay que meditar estas palabras para entender, en la medida que podamos, este gran Misterio de amor de la Santísima Trinidad por nosotros. La Cruz dará su terrible realidad a estas palabras de Jesús, y la Resurrección será la garantía de que Dios Padre ha aceptado la ofrenda que el Hijo ha hecho por nosotros, por nuestra Salvación.
Luego la breve y rica confesión de fe:
Este es el sacramento de nuestra fe.
Anunciamos tu muerte,
proclamamos tu resurrección.
¡Ven, Señor Jesús!
Nuestra vida queda orientada a la definitiva Venida de Jesucristo. La oración continúa:
Por eso, Padre, al celebrar ahora el memorial de nuestra Redención, recordamos la muerte de Cristo y su descenso al lugar de los muertos, proclamamos su Resurrección y Ascensión a tu derecha; y mientras esperamos su Venida gloriosa te ofrecemos su Cuerpo y su Sangre, Sacrificio agradable a ti y Salvación para todo el mundo.
Jesucristo pone en nuestras manos su Sacrificio para que lo ofrezcamos al Padre. Éste es nuestro poder ante Dios.
En el Sacrificio Eucarístico, Jesucristo nos une a Él y nos transforma en ofrenda agradable al Padre:
Dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz que, congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu gloria.
Llega la hora de la intercesión. La Eucaristía es la gran escuela donde aprendemos a pedir unos por otros:
Y ahora, Señor, acuérdate de todos aquellos por quienes te ofrecemos este sacrificio: de tu servidor el Papa (N), de nuestro Obispo (N), de los presbíteros y diáconos, de los oferentes y de los aquí reunidos, de todo tu pueblo santo y de aquellos que te buscan con sincero corazón.
Acuérdate también de los que murieron en la paz de Cristo y de todos los difuntos, cuya fe sólo Tú conociste.
En la Eucaristía aprendemos a pedir a nuestro Padre Dios lo importante:
Padre de bondad, que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu Reino, con María, la Virgen Madre de Dios, con los apóstoles y los santos; y allí, junto con toda la creación libre ya del pecado y de la muerte, te glorifiquemos por Cristo, Señor nuestro, por quien concedes al mundo todos los bienes.
Con esta oración brota en el corazón el deseo de pasar por el mundo glorificando a Dios; lo expresamos en la doxología:
Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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