Meditación sobre Jn 2,13-25
Hacia el año 740 el profeta Isaías tuvo una visión en el Templo de Jerusalén. Ese día escuchó la llamada de Dios. El relato de su vocación comienza así:
El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono excelso y elevado, y sus haldas llenaban el templo. Unos serafines se mantenían erguidos por encima de Él; cada uno tenía seis alas: con un par se cubrían la faz, con otro par se cubrían los pies, y con el otro par aleteaban.
Y se gritaban el uno al otro:
«Santo, santo, santo, Yahveh Sebaot:
llena está toda la tierra de su gloria».
Se conmovieron los quicios y los dinteles a la voz de los que clamaban, y la Casa se llenó de humo. Y dije:
¡Ay de mí, que estoy perdido,
pues soy un hombre de labios impuros,
y entre un pueblo de labios impuros habito:
que al rey Yahveh Sebaot han visto mis ojos!
Casi ocho siglos después Jesús entrará en el Templo de Jerusalén –un edificio mucho más imponente que el del tiempo de Isaías–, pero sus ojos no verán al Señor sentado en un trono excelso y elevado. La mirada de Jesús verá al dios Mammón –el dios fenicio de las riquezas– entronizado en la Casa de su Padre. Por eso su reacción:
Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: “Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado”. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: «El celo por tu Casa me devorará».
El Templo convertido en casa de mercado. Lo que entristece a Jesús es que ya no es la gloria de su Padre Dios lo da razón de la vida del templo de Jerusalén; ahora los intereses son económicos, de poder, de prestigio, de seguridad.
El relato continúa:
Los judíos entonces le replicaron diciéndole: “¿Qué señal nos muestras para obrar así?” Jesús les respondió: “Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré”. Los judíos le contestaron: “Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?” Pero Él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús.
Los judíos piden una señal. La señal que les da Jesús es su muerte y resurrección, que es la señal que llena de verdad y de vida las palabras y las obras de Jesús. Claro que aquel día en el Templo no se podían entender las palabras de Jesús: son palabras proféticas que solo se podrán comprender cuando se cumplan. Jesús habla para los Doce.
La fe en Jesucristo nos lleva a acoger el misterio de su Resurrección. Su cuerpo es el verdadero Santuario –el templo de Jerusalén era un tipo–. La Resurrección de Cristo ha transformado la creación en la verdadera Casa de su Padre, en la que se da el verdadero culto a Dios. Ahora todo lo humano: el trabajo y la vida de familia, las alegrías y las penas, todo se puede santificar, todo se puede convertir en una ofrenda que Dios acepta con agrado. La vida del hombre queda asombrosamente transformada. A esto se refiere San Pablo en la Carta a los Romanos:
Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual.
Eso es lo que la creación estaba esperando:
Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.
¿Por qué la ansiosa espera? Porque en el designio de Dios la creación es el templo en el que el hombre debe dar gloria a Dios y, así, la creación es asociada a esa gloria. El Trium puerorum lo expresa admirablemente.
La conclusión:
Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su Nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues Él conocía lo que hay en el hombre.
Jesús nos conoce. ¿Se puede fiar de nosotros? Cuando, a raíz de la revelación de la Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaúm, muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él, Jesús preguntó a sus apóstoles si también ellos querían marcharse; respondió Simón Pedro:
Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios.
Si el Señor nos pregunta a nosotros, ¿estamos dispuestos a contestar como Pedro?
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