Meditación sobre 1 Tim 1,12-17
El Apóstol abre la carta diciendo:
Pablo, apóstol de Cristo Jesús, por mandato de Dios nuestro Salvador y de Cristo Jesús nuestra esperanza, a Timoteo, verdadero hijo mío en la fe. Gracia, misericordia y paz de parte de Dios Padre y de Cristo Jesús, Señor nuestro.
Después dedica un largo párrafo a explicar por qué le pidió a Timoteo que se quedase en Éfeso. Y continúa:
Doy gracias al que me dio fuerzas, a Cristo Jesús Señor nuestro, porque me consideró digno de su confianza, poniéndome en el ministerio a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad que están en Cristo Jesús.
Cómo le agradece Pablo a Cristo Jesús que haya confiado en él. La ignorancia no es inocencia; el mal hecho queda hecho y, como el mal tiene vida propia, sigue haciendo el mal. Pero la ignorancia tampoco es la impiedad soberbia que endurece al hombre en la rebelión contra Dios. La ignorancia abre espacio a la gracia de la conversión. Pablo acogió esa gracia, que transformó al perseguidor en el Apóstol de las gentes. A raíz de la conversión de Pablo el Señor le dijo a Ananías: Yo le mostraré todo lo que tendrá que padecer por mi Nombre. Y, en los años de vida cristiana, Pablo tuvo abundantísima ocasión de reparar y expiar todo el mal hecho, porque los sufrimientos de Cristo abundaron en él.
La luz que ilumina esta admirable confesión del Apóstol es la misericordia de Dios:
Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo. Pero fui tratado con misericordia, para que en mí primero manifestase Cristo Jesús toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en Él para obtener vida eterna.
Pablo está convencido de que Jesucristo ha venido al mundo a salvarle a él, porque tiene clara conciencia de que es el primero de los pecadores. Por eso las profundas y preciosas cosas que dice de cómo fue tratado con especial misericordia, y la eficacia de esa misericordia para la salvación de los que habían de creer en Cristo.
Para Pablo en el mundo sólo cuentan dos personas: Jesucristo y él. Todo es una relación personal entre Cristo Jesús y él. Igual que dice «el primero» de los pecadores y de los salvados podría haber dicho «el único», y es que la relación personal es única. Son mis pecados los responsables de la Cruz de Cristo y es el amor que Jesucristo me tiene a mí lo que me salva. La Cruz es la medida de mi pecado y la medida de la misericordia de Jesús conmigo. Siempre cuestión personal entre Cristo y yo. Por eso siempre soy el primero y el único. Y así con todos los hombres, pero no en masa, sino personalmente con cada uno.
San Pedro nos dice en su primera Carta que en la Cruz Cristo sufre por mí, que lleva mis pecados en su cuerpo, y que son sus heridas las que me curan :
También Cristo sufrió por vosotros,
dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas. (...)
El mismo que, sobre el madero,
llevó nuestros pecados en su cuerpo,
a fin de que, muertos a nuestros pecados,
viviéramos para la justicia.
Con cuyas heridas habéis sido curados.
La acción de gracias y la confesión de Pablo se cierra con un canto de alabanza a Dios nuestro Salvador, que manifiesta su poder soberano en la misericordia:
Al Rey de los siglos,
inmortal, invisible, único Dios,
honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.
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