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La Palabra de Dios

La Sagrada Escritura se abre diciéndonos: 


En el principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas.


En ese principio resuena la palabra de Dios; cada uno de los días en los que el autor del relato estructura la creación se abre con un: Dijo Dios. El primero es: Dijo Dios: ‘Haya luz’, y hubo luz. Y al ritmo del decir de Dios, de ese decir que brota del corazón del Creador y es portador de su amor por nosotros, va surgiendo esa obra resplandeciente de belleza y de orden, rebosante de vida, que es la Creación. Cuando todo está preparado, el último decir creador es: 


Dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra’ (...). 

Y creó Dios al hombre a su imagen, 

a imagen de Dios lo creó; 

varón y mujer los creó.

Y los bendijo Dios y les dijo: Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla (...). Y así fue.

Vio Dios cuanto había hecho, 

y todo estaba muy bien. 

Y atardeció y amaneció el día sexto.


Dios se complace en la obra que ha hecho mediante su Palabra. Ahora falta que el hombre responda al derroche de amor de Dios que es la Creación, porque el ser humano, creado a imagen de Dios como persona, tiene que aceptar libremente el recibir su vida y su misión desde la Palabra de Dios. Adam y Eva no aceptan. Dan más valor a la palabra de la serpiente que a la de Dios; y eligen edificar su vida sobre esa palabra. Es el pecado del origen, que transforma –y pervierte– profundamente la creación. Con la palabra de la serpiente se escucha por primera vez en el mundo una palabra que no brota del amor, que no vive en la verdad, que no está al servicio de la comunión personal; una palabra con la que no se puede alabar a Dios y darle gracias por el don de la vida. Y la perversión de la palabra no hará más que crecer, sembrando dolor y miseria en la historia.


Pero Dios no consentirá que su Palabra de vida vuelva a Él de vacío. Lo deja claro en el libro del profeta Isaías:


Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi Palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié.


Dios no deja su creación en poder de la muerte; pone en marcha la historia de la Salvación, que culminará con la Encarnación de su Palabra. Etapa decisiva es la vocación de Abraham: 


El Señor dijo a Abram: Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra.


Abraham tuvo fe en Dios y en su Palabra y se puso en camino hacia donde Dios le quisiera llevar. De él brotará una gran descendencia, pero sólo los hijos de la fe, no los de la carne, serán portadores de la Promesa. Los hijos de Abraham que escuchan la Palabra Dios serán el Israel fiel, el pueblo con el que el Dios establecerá su Alianza. El corazón de esa Alianza es, como no podía ser de otro modo, la Palabra de Dios. El libro del Éxodo lo cuenta así:


Al tercer mes después de la salida de Egipto, ese mismo día, llegaron los hijos de Israel al desierto de Sinaí. Partieron de Refidim, y al llegar al desierto de Sinaí acamparon en el desierto. Allí acampó Israel frente al monte.

   Moisés subió hacia Dios. Yahveh le llamó desde el monte, y le dijo: Así dirás a la casa de Jacob y esto anunciarás a los hijos de Israel: ‘Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios, y cómo a vosotros os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra; seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa’. Estas son las palabras que has de decir a los hijos de Israel.

   Fue, pues, Moisés y convocó a los ancianos del pueblo y les expuso todas estas palabras que Yahveh le había mandado. Todo el pueblo a una respondió diciendo: Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh. Y Moisés llevó a Yahveh la respuesta del pueblo.


La clave para guardar la alianza es escuchar la voz de Dios y hacer todo cuanto ha dicho el Señor. A partir de ese día, Dios va ha dirigir su Palabra a Israel de muchos modos y de distintas maneras a lo largo de los siglos por medio de los profetas. Este largo tiempo de preparación culmina con María de Nazaret, la Hija de Sión, el día en el que Dios le envió el ángel para invitarla a ser Madre de su Hijo:


Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. Ella se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.


La respuesta de María fue: 


He aquí la esclava del Señor; 

hágase en mí según tu palabra.


Ha llegado la plenitud de los tiempos. Con estas palabras de María se cierra la larga etapa que se abrió cuando Dios dirigió su Palabra a Abraham y se abre la la Nueva y Definitiva Alianza de Dios con los hombres en Jesús de Nazaret. San Juan, en el comienzo de su Evangelio, lo expresa admirablemente:


Y la Palabra se hizo carne, 

y habitó entre nosotros, 

y hemos visto su gloria, 

gloria como de Unigénito del Padre, 

lleno de gracia y de verdad.


Dios cumple plenamente el designio que tenía cuando envió por primera vez su Palabra a los hombres. En el Hijo de María la Palabra Eterna de Dios resuena en todos los caminos de los hombres, iluminándolos con la gloria del Unigénito del Padre.


Qué largo camino desde el rechazo de Eva a la palabra de Dios a la aceptación de María. Si lo que pretendió la serpiente en el origen fue echar de la creación la Palabra de Dios –como nos enseña Jesús en la parábola del sembrador–, ha fracasado completamente. 


Excursus: La sabiduría de Israel.


La vida de Israel está sellada por la Palabra de Dios. Me refiero al Israel fiel, claro, ese pueblo del que habla el oráculo del profeta Sofonías: 


Yo dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, y en el Nombre de Yahveh se cobijará.


Porque las Escrituras dejan claro que a muchas gentes de Israel la Palabra de Dios le importó un bledo; vivieron desde la palabra del mundo. Pero al pueblo que puso en el Señor su confianza, y fue guardando en su corazón y meditando las palabras que Dios le fue dirigiendo durante siglos por medio de Moisés y los Profetas, la Palabra de Dios lo fue transformando.

   Ese Israel crece en el conocimiento y el amor de Dios de un modo admirable. Es el gran misterio de la historia antigua: ¿Cómo un pueblo insignificante pudo llegar a tener un conocimiento de Dios, del hombre, y de la creación mucho más profundo, noble y verdadero que el de las grandes civilizaciones de la historia? La respuesta es: porque Dios le fue preparando para la venida de su Verbo al mundo.

   El Dios de Israel, al irse revelando en su Palabra, además de introducir a su pueblo en la comunión de diálogo y amor con Él, le va revelando la verdad profunda sobre su Ser; sobre su Designio Creador y Redentor; sobre todas las dimensiones del vivir humano: la familia, el trabajo, el sufrimiento, el pecado, el perdón, la muerte, la sociedad, etc. Así Israel crece en sabiduría de un modo asombroso. Como ejemplo basta comparar el abismo de sabiduría que separa lo referente al matrimonio y a la familia en tiempos de los Jueces de la situación que nos presenta el libro de Tobías.



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