Meditación sobre Mc 4,35-41
Jesús ha comenzado el día enseñando a orillas el mar de Galilea. En la misma barca desde la que ha predicado decide pasar a la otra orilla.
Anochece. Jesús se va a quedar dormido. Con la llegada de la noche y el sueño de Jesús el mar se transforma, y lo que durante el día había sido el amable escenario desde el que Jesús ha proclamado su Palabra de vida, ahora se convierte en una realidad tenebrosa portadora de muerte:
Y aquel mismo día, llegado el atardecer, les dice: Pasemos a la otra orilla. Y después de dejar a la gente, se lo llevaron tal como estaba en la barca; y había con Él otras barcas. Y se levantó una gran tempestad de viento, y las olas se echaban sobre la barca hasta el punto de que ya la barca se inundaba. Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal; y le despiertan, y le dicen: Maestro, ¿no te da cuidado que perezcamos? Y ya despierto increpó al viento y dijo al mar: ¡Calla! ¡Enmudece! Y se calmó el viento y sobrevino una gran calma. Entonces les dijo: ¿Por qué sois cobardes? ¿Todavía no tenéis fe? Y se llenaron de gran temor y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?
La Sagrada Escritura se abre con el relato de la Creación. Al ritmo de la palabra de Dios va brotando la obra de vida que el Creador pone al servicio del hombre. El pecado del origen lo transformó todo. San Pablo, en la Carta a los Romanos nos dirá:
La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto
La creación fue sometida al poder de la muerte eterna –a la vanidad, la servidumbre de la corrupción– por la fuerza. El sometimiento de la creación al poder del mal y de la muerte es lo que expresa la tempestad en este relato.
El Apóstol nos dice también que la creación espera ansiosa, que desea vivamente, el ser liberada de su esclavitud al servicio de la muerte. Ha llegado la hora y resuena poderosa la palabra de Jesús que increpa al viento y al mar: ¡Calla! ¡Enmudece! La misma autoridad, y casi las mismas palabras, con las que el Señor libera a los hombres de la posesión diabólica. Y la gran tempestad se convirtió en una gran calma; y el mar, de instrumento de muerte, en camino que va a llevar a Jesús a la región de los gerasenos, donde liberará a un hombre poseído de espíritu inmundo.
El efecto de lo sucedido es que los discípulos quedan sobrecogidos por un gran temor –es la tercera vez que aparece el calificativo «gran» en el relato: gran tempestad, gran calma, gran temor–. Es el temor ante el encuentro que han presenciado de los poderes del mal con el poder de la palabra de Jesús. Por eso la pregunta que se hacen unos a otros: ¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen? Es la pregunta clave. El evangelista ha compuesto el relato de modo que resalte esta pregunta, que es la que el Evangelio hace resonar en el corazón de cada uno: ¿Quién es éste? De la respuesta que demos dependerá nuestra vida.
Jesús está formado a sus apóstoles. Desde que los eligió, todo lo que Jesús hace y dice se refiere, en primer lugar, a la formación de sus apóstoles; porque llegará el día en el que, con la asistencia del Espíritu Santo, los enviará al mundo para ser sus testigos. Este suceso del mar es un acontecimiento de revelación: Jesús está revelando a sus discípulos quién es Él y la fuerza de su Palabra. Les está revelando que lo importante es su presencia y la fe en Él. Por eso la recriminación: ¿Por qué sois cobardes? ¿Todavía no tenéis fe? Es la fe en Jesucristo, en su presencia. También cuando parezca que se ha desinteresado –Él estaba en la popa durmiendo sobre un cabezal–. Esa es la fe que vence al mundo.
San Juan nos ha dejado el testimonio de lo que Jesús dirá a sus discípulos cuando, tiempo después, esté a punto de encaminarse al encuentro con la Cruz:
Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder. Pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí.
Los apóstoles debieron acordarse de la noche ya lejana en el mar de Galilea; y caerían en la cuenta de que había sido un signo, que Jesús les estaba revelando que el Príncipe de este mundo no tiene sobre Él ningún poder, que si se va a someter a la Pasión es por obediencia amorosa a su Padre Dios. Y eso los confortaría en aquella hora terrible.
Terminamos volviendo a la pregunta: ¿Quién es éste? Sólo Dios Padre puede responder a esa pregunta, porque sólo Él conoce a su Hijo. Lo dirá Jesús algún tiempo después: Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre. Por eso, en la sinagoga de Cafarnaúm dirá: Nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre. Pero hay una persona humana a la que el Padre ha revelado de modo propio que Jesús es su Hijo y nos puede ayudar, y de qué manera, a ir a Jesucristo. Es María, su Madre, la que nos puede enseñar: Jesús es el Hijo de Dios y mi Hijo.
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