Meditación sobre Jn 3,22-36
Jesús deja Jerusalén y baja a la zona del Jordán, donde se dedica a formar a sus discípulos:
Después de esto, se fue Jesús con sus discípulos al país de Judea; y allí se estaba con ellos y bautizaba.
El evangelista nos dirá un poco después que eran sus discípulos los que bautizaban, no el mismo Jesús. No es todavía el Bautismo cristiano, que solo comienza con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. El Señor los está formando para el día en que los envíe a bautizar con Espíritu Santo. De esto nos habla San Mateo al final de su evangelio. Jesús dirá a sus apóstoles :
“Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que Yo os he mandado. Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
Quizá al escuchar estas palabras los discípulos se acordaron de aquellos lejanos días en el Jordán, y entendieron por qué quiso Jesús que administrasen el bautismo.
No lejos de donde está Jesús está también Juan. Sigue trabajando en la obra que Dios le ha encargado realizar. Y lo seguirá haciendo en la Iglesia. Por eso el Espíritu Santo ha querido conservar en los Evangelios su testimonio sobre Jesús.
Juan también estaba bautizando en Ainón, cerca de Salim, porque había allí mucha agua, y la gente acudía y se bautizaba. Pues todavía Juan no había sido metido en la cárcel. Se suscitó una discusión entre los discípulos de Juan y un judío acerca de la purificación. Fueron, pues, donde Juan y le dijeron: “Rabbí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, aquel de quien diste testimonio, mira, está bautizando y todos se van a Él”.
Esta discusión va a ser la ocasión para que Juan nos deje su último testimonio sobre Jesús:
Juan respondió: “Nadie puede recibir nada si no se le ha dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: ‘Yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de él’. El que tiene a la esposa es el esposo; pero el amigo del esposo, el que asiste y oye su voz, se alegra mucho con la voz del esposo. Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que Él crezca y que yo disminuya”.
Juan no se considera con derecho a nada; él lo recibe todo del cielo, y corresponder a esos dones es lo único que le interesa. Él se sabe el Precursor, el amigo del Esposo, y eso le llena de alegría. Una vez que el Cristo ha venido y ha oído su voz, su misión es menguar para que Cristo crezca.
Desde que apareció Juan bautizando en el Jordán, acudieron muchedumbres a escuchar sus palabras. Ahora el Bautista nos va a decir que a único que hay que escuchar es a Jesucristo:
“El que viene de arriba está por encima de todos. El que es de la tierra, es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo, da testimonio de lo que ha visto y oído, y su testimonio nadie lo acepta. El que acepta su testimonio da fe de que Dios es veraz; pues aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, pues Dios no le dio el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. Quien cree en el Hijo tiene vida eterna; el que niega su fe al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él”.
Jesús viene del cielo, enviado por Dios, para hablar las palabras de Dios. El que las acepta recibe de Dios la vida eterna. El Hijo da testimonio de lo que ha visto y oído, lo que el Padre le ha comunicado. Por eso el que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz.
Lo que aquí Juan dibuja en sus trazos principales, lo revelará ampliamente el Hijo cuando esté a punto de encaminarse a la Pasión:
Jesús gritó y dijo: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda, Yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que Yo he hablado, ésa le juzgará el último día. Porque Yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y Yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que Yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí”.
El que rechaza el testimonio que Jesús ha venido a traernos hace de Dios un mentiroso. Qué posibilidad tan terrible. Cuánto tenemos que pedir al Señor que nos aumente la fe en sus palabras.
El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en su mano. Jesucristo ha venido a traernos el amor con el que el Padre le ama a Él. El Padre ama al Hijo y quiere introducirnos en ese amor. San Pablo, en la Carta a los Colosenses lo expresa admirablemente:
Gracias al Padre que os ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención: el perdón de los pecados.
El último testimonio de Juan sobre Jesús es magnífico. El Bautista nos dice: Escuchadle; escuchadle solo a Él; todas las demás palabras –y vivimos envueltos en una inacabable palabrería– son de la tierra. Él viene del cielo y habla las palabras de Dios. Y esas palabras son portadoras de vida eterna, porque Jesucristo ha venido a traernos la vida que recibe del Padre. Por eso, quien cree en el Hijo tiene vida eterna. El que niega su fe al Hijo permanece en poder de la muerte.
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