Meditación sobre Lc 14,25-33
Otra vez Lucas nos presenta a Jesús en camino rodeado de mucha gente que acude a escuchar sus enseñanzas. Es una imagen de lo que va a ser la vida de la Iglesia. Entre esa multitud estamos nosotros, que acompañamos al Señor a lo largo del camino de nuestra vida escuchando sus palabras y procurando guardarlas. Vamos a escuchar las condiciones que Jesús nos pone a los que queremos seguirlo.
Caminaba con Él mucha gente, y volviéndose les dijo: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío. El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Jesús nos dice que para ser discípulo suyo hay que cargar con la propia cruz y seguirlo. ¿A qué se refiere cuando nos habla de llevar cada uno su cruz? Me parece que, para entenderlo –y esta es la clave de esta enseñanza de Jesús– tenemos que irnos al Cenáculo. Jesús, que está a punto de salir al encuentro con su Cruz, les dice a sus discípulos:
“Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí.”
La clave de la Cruz de Cristo no es el sufrimiento. El sufrimiento, en sí mismo considerado, no puede ser redentor porque es fruto del pecado. Lo que da a la Cruz del Señor el poder de reconciliarnos con su Padre Dios es el amor al Padre y la obediencia a lo que el Padre le ha ordenado.
En este horizonte hay que entender las palabras de Jesús sobre llevar nuestra propia cruz e ir en pos de Él. Se trata de vivir como Él, de hacer del amor y la obediencia a nuestro Padre Dios el fundamento, la raíz y la razón de ser de nuestra vida. Por eso, para ir a Jesús hay que estar dispuesto a que todos nuestros amores –hasta los más nobles y nuestra propia vida– pasen a un segundo plano. Nada se puede interponer entre Jesús y el que quiere ser su discípulo. Y todo lo noble se puede introducir en la relación del discípulo con Jesucristo.
Dos veces nos dice Jesús: “no puede ser discípulo mío”. La decisión de ser discípulo del Crucificado hay que pensarla bien. El Señor nos va a hablar de la seriedad de esta decisión con una parábola doble:
“Porque ¿quién de vosotros, que quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, y ver si tiene para acabarla? No sea que, habiendo puesto los cimientos y no pudiendo terminar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: «Este comenzó a edificar y no pudo terminar».
O ¿qué rey, que sale a enfrentarse contra otro rey, no se sienta antes y delibera si con 10.000 puede salir al paso del que viene contra él con 20.000? Y si no, cuando está todavía lejos, envía una embajada para pedir condiciones de paz”.
Ser discípulo de Jesús es la aceptación atenta y consciente de una gran tarea. El discípulo de Jesús no debe actuar por impulsos, sino sólo a base de un bien calculado programa de compromisos porque, para ser discípulo de Cristo hay que estar dispuesto a ir en pos de Él hasta el final y tener la fuerza de vencer todas las dificultades; y a renunciar a todo. Así concluye Jesús su invitación a seguirle:
“Pues, de igual manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”.
Jesús, como siempre, nos habla a cada uno. Nos invita a ser su discípulo, a llevar cada uno su cruz, a renunciar a todo y a ir en pos de Él. Nos invita a seguirle; pero no nos engaña. Jesús deja claro con esa parábola que nos dirige que hay que ser muy sensato y muy prudente; que tenemos que conocernos bien, conocer nuestras fuerzas y nuestra constancia. Sería muy triste escuchar las burlas de la gente: «Este comenzó a edificar y no pudo terminar».
¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer si nos parece que el Señor nos llama a seguirle pero no nos fiamos de nosotros mismos? Podemos acudir al poder de la oración. A los cristianos siempre nos queda la oración. Podemos hacer lo que Jesús, dirigiéndose a Pedro en Getsemaní, nos dice a todos:
“Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”.
Y la carne seguirá siendo débil hasta que Jesús nos resucite. Por eso, a lo largo de los años de seguimiento de Jesús, no se nos puede olvidar esa parábola doble que el Señor nos dirige y que, con un lenguaje tan sencillo, contiene una poderosa revelación.
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