Meditación sobre Jn 14,27-31
Estamos en el Cenáculo. Jesús está a punto de encaminarse al encuentro con la Cruz. Nos dice que ha venido al mundo a traernos su paz; una paz que el mundo no puede darnos, pero tampoco puede quitarnos; una paz que, como todo, el Hijo recibe del Padre:
“La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: «me voy y volveré a vosotros». Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que Yo. Y os lo digo ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis”.
Jesús nos habla con frecuencia de que Él ha venido al mundo enviado por el Padre y, cuando lleve a cabo la obra que el Padre le ha encomendado realizar –que incluye el traernos su paz–, volverá al Padre, que es más grande que Él. Por eso les dice a sus discípulos que no se alteren ni se acobarden. Y les dice: “Si me amarais, os alegraríais”. Claro. El amor a Jesucristo nos lleva a alegrarnos por todo lo que es voluntad de Dios.
El Señor sigue tratando de fortalecer la fe de sus discípulos, de prepararlos para el choque de la Pasión. Jesús quiere que comprendan que la Cruz es su camino al Padre. Y que se va, pero que volverá a nosotros.
Ahora nos va a dejar la clave de su irse al Padre, que es la clave de su Pasión:
“Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder. Pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado. Levantaos. Vámonos de aquí”.
Jesús nos deja la razón última de su obrar: se someterá al poder de Satanás para dar testimonio de su amor obediente y humilde a su Padre Dios. La Cruz será el testigo definitivo de que ama al Padre y que obra según el Padre le ha ordenado. Todo el que mire al Crucificado con fe, y todo el que le mire con amor, verá ese amor y esa obediencia, que es lo que tiene valor a los ojos de Dios, lo que hace de la Cruz de Cristo el Sacrificio Redentor.
En la Pasión inminente Jesús se sumergirá hasta las raíces del pecado y acogerá en su obediencia amorosa al Padre el pecado del mundo: todo el odio y la desobediencia a Dios que es el sello del pecado; y todo el sufrimiento que es su consecuencia. Y el sufrimiento, que en sí mismo considerado no tiene valor Redentor porque es fruto del pecado, queda transformado en ofrenda al Padre por nosotros. Que el Padre acoge esa ofrenda lo revela la Resurrección.
A partir de esa Hora ya nadie sufre solo. Unido a la Pasión de Cristo todo sufrimiento adquiere sentido y valor a los ojos de Dios. El sufrimiento nos hará colaboradores de la obra de la Redención. Y el dolor de cada persona dará testimonio de que Jesús ama al Padre y que obra según el Padre le ha ordenado; y veremos los rasgos del Crucificado en toda persona que sufre.
Excursus: Amor a Dios y obediencia
El Príncipe de este mundo ha grabado en todo pecado el sello del odio a Dios. Jesús nos lo revelará un poco más adelante:
Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a mí (...). El que me odia a mí, también odia a mi Padre. Si no hubiera hecho ante ellos las obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; sin embargo, ahora las han visto y me han odiado a mí y también a mi Padre.
Desde el pecado de Satanás cada uno de nuestros pecados lleva ese sello. Con la obediencia amorosa a su Padre Dios Jesús se sumerge hasta las raíces del pecado; así lo expiará. Toda la violencia fruto del odio a Dios va a descargar sobre Él con furia, y Jesús acogerá en su amor obediente al Padre toda la maldad del pecado y la transformará en ofrenda; por nuestra salvación.
En su Pasión, Cristo padece por nosotros y con nosotros. La Pasión de Cristo es realmente la «com-pasión» del Señor. Ya nadie sufre solo, ningún sufrimiento es absurdo, ninguna lágrima se derrama en vano; todo sufrimiento humano adquiere valor Redentor. Empezando por el sufrimiento de Eva cuando tuvo noticia de la muerte de su hijo Abel, y culminando por el de María junto a la Cruz de su Hijo, donde está viviendo su misión de Corredentora.
Jesús nos hace capaces de colaborar con Él para expiar nuestros pecados y reparar el mal hecho –siendo conscientes de que el mal, una vez hecho, tiene vida propia y sigue haciendo el mal; por eso la necesidad del Juicio final–. No somos perdonados «desde fuera». Uniéndonos a la Pasión de Cristo somos coprotagonistas del perdón. Y todo el bien que hagamos, todos los trabajos y fatigas de la vida, todos los dolores y angustias, adquieren un relieve inusitado: ya no tendremos que vivir abrumados porque el sufrimiento que hemos causado no lo podremos reparar. La clave es vivir en Cristo, dando testimonio de que amamos al Padre y obramos según el Padre nos ha ordenado.
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