Meditación sobre Lc 1,36-45
El encuentro de Jesús con un centurión en Cafarnaúm termina con una alabanza de la fe:
Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande.
Y lo mismo el encuentro con la mujer sirofenicia:
¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres.
Y en tantos otros encuentros. A Jesús le admira encontrar personas de fe porque, entre otras cosas, en todas estas alabanzas resuena la primera alabanza de la fe que encontramos en los Evangelios, que es la alabanza de la fe de María que, inspirada por el Espíritu Santo, proclama Isabel con gran voz. Jesús está alabando la fe de su Madre, que es la fe que hace posible la del centurión, la de la cananea y la nuestra.
El relato de la Anunciación termina cuando el ángel informa a María:
“Ahí tienes a Isabel, tu pariente, que en su ancianidad ha concebido también un hijo, y la que llamaban estéril está ya en el sexto mes, porque para Dios no hay nada imposible”.
Y con la respuesta de María:
Dijo María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. Y el ángel se retiró de su presencia.
Y, acogiendo la sugerencia que del ángel, María se encaminó a casa de Isabel:
En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo:
“Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor!”
El Espíritu Santo revela a Isabel que María es la Bienaventurada, y le dice por qué: porque ha creído; y, porque ha creído, tendrán cumplimiento las cosas que se le han dicho de parte del Señor. Esas cosas tendrán cumplimiento porque María ha creído en Dios y en su Palabra. La fe de María es única –como todo en Ella–. Nosotros seremos bienaventurados si vivimos de fe, pero de nuestra fe no depende que se cumpla el designio Salvador de Dios. De la fe de María, sí.
La Salvación tampoco depende de la fe de los apóstoles que Jesús eligió. Es muy ilustrativo lo que sucedió en la sinagoga de Cafarnaún cuando Jesús terminó la revelación sobre el misterio de la Eucaristía. San Juan lo cuenta así:
Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” Pero sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban por esto, les dijo: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes? El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros algunos que no creen”.
Porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y decía: “Por esto os he dicho que nadie puede venir a mí si no se lo concede el Padre”.
Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con Él. Jesús dijo entonces a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” Le respondió Simón Pedro: “Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el Santo de Dios”.
¿Cuál fue la reacción de Jesús cuando muchos de sus discípulos le dejaron? Volverse a los Doce e invitarles a marcharse. Qué terrible pregunta la que hace Jesús. La respuesta, el acto de fe, de Simón Pedro es admirable. Jesús es el Santo de Dios, el portador de la santidad de Dios, al que Dios nos ha enviado porque quiere trasplantarnos del poder del pecado al reino de su santidad. Solo Jesús tiene palabras de vida eterna. Las palabras de Jesús son espíritu y son vida. Son portadoras de la vida que Él recibe del Padre. Toda otra palabra, por muy noble y sincera que sea, pasará; solo las palabras de Jesús permanecen para siempre; solo en ellas podemos fundar la vida para que se abra a la eternidad.
Y Jesús nos deja una revelación clave: nadie puede ir a Él si no se lo concede el Padre. La fe en Jesucristo es la obra de Dios en nosotros. Si los Doce se hubiesen ido, como se fue Judas, el Señor hubiese empezado de nuevo. Ningún problema. La Redención no depende de nuestra fe. Sí depende de la fe de María.
La fe de María expresa la docilidad de la Madre de Jesús a la obra de Dios en ella. Es realmente asombroso el respeto que Dios tiene de la libertad de María: la Redención depende de su «hágase». La falta de fe de Eva fue la puerta por la que entró el pecado en el mundo. María es la Mujer de fe, y esa fe es la puerta por la que entra el Redentor –y, por eso, por la que entra la salvación y la bienaventuranza en el mundo–. Y la fe de María pone su sello en la vida y en la fe del cristiano. También nosotros estamos destinados a ser bienaventurados si creemos en la palabra de Dios.
La fe de María es una fe a la medida del obrar en Ella de la Santísima Trinidad; a la medida de la Encarnación del Hijo de Dios; a la medida de la Redención. Es a su Madre a quien Jesús puede decir en sentido pleno y único:
¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres.
Qué misterio tan admirable es el de la fe de María.
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