Meditación sobre Rom 8,31-39
El Apóstol cierra este admirable capítulo de su Carta con un himno al Amor de Dios:
Ante esto ¿qué diremos? Si Dios está por nosotros ¿quién contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es quien justifica; ¿quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros?
Estamos en el corazón del cristianismo: Dios está por nosotros. Y lo está hasta el extremo de entregar por todos nosotros a su propio Hijo. Qué fuerte es la expresión: El que no perdonó ni a su propio Hijo. Una vez que Dios nos ha dado a su Hijo, nos dará con Él todas las cosas. Ya nadie podrá condenarnos. El Apóstol no puede expresar con más fuerza el amor que Dios nos tiene y la seguridad que le da ese amor.
Por eso, si Dios es quien justifica, ¿quién acusará a los elegidos de Dios? Y, ¿quien condenará? La respuesta de Pablo a estas preguntas retóricas contiene, en pocas palabras, el Misterio Pascual de Jesús, lo esencial del cristianismo. Cristo Jesús, que ha muerto y resucitado, está ahora a la diestra de Dios intercediendo por nosotros.
A los elegidos de Dios, a los que Dios ha hecho justos ante Él al precio de la Sangre de su Hijo, no los puede acusar nadie. Y nadie condenará a aquellos por los que Cristo Jesús ha muerto para liberarlos del pecado y ha resucitado para darles la vida eterna; a aquellos por los que el Señor, entronizado junto a Dios, intercede.
¿Qué poder tendrá esta oración del Crucificado ante su Padre Dios? El corazón se llena de paz al pensar que Jesús está ahora intercediendo por nosotros; de paz y de seguridad al pensar que, el día que tengamos que presentarnos ante el tribunal de Dios, así lo encontraremos. Y el corazón se llena de agradecimiento porque, qué mérito, qué derecho tenemos nosotros para ser el tema de la oración del Padre y el Hijo.
Qué asombroso que Jesús interceda por nosotros antes Dios, respaldando su oración con la entrega de su vida. Esta oración de Jesús es la razón de la eficacia de nuestra intercesión: Jesús, que está a la diestra de Dios y que intercede por nosotros, nos asocia a su oración; y el Padre escucha siempre la petición de su Hijo. Qué importancia tiene la oración de Jesucristo en la vida del cristiano.
El himno termina con un díptico. La primera página se abre con una pregunta:
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Quizá la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? Como dice la Escritura:
Por tu causa somos llevados a la muerte todo el día,
tratados como ovejas destinadas al matadero.
Pero en todo esto salimos plenamente vencedores gracias a Aquel que nos amó.
Si Dios está por nosotros, ¿quién nos separará del amor de Cristo? Ninguna potencia de este mundo, ninguna persecución ni sufrimiento de la vida –ni siquiera la muerte–, podrá separarnos del amor que Cristo nos tiene. Los santos y los mártires son los testigos –y su testimonio recorre muchos siglos – de que el amor de Cristo es más fuerte que la muerte. Por eso los cristianos estamos destinados a ser plenamente vencedores; pero no por méritos propios, sino gracias a Aquel que nos amó. Este «gracias a Aquel que nos amó» es el fundamento de la esperanza del cristiano, la garantía de que saldremos plenamente vencedores en el combate de la vida. Pero combatir tendremos que combatir. Ya lo expresa con fuerza el Salmo 44 que cita el Apóstol.
La segunda página del díptico desarrolla la respuesta a la pregunta que ha abierto el himno:
Pues estoy seguro que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni las cosas presentes ni las futuras, ni las potestades, ni la altura ni la profundidad, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Ninguna criatura, ni en los cielos, ni en la tierra, ni en los abismos, podrá condicionar el destino de salvación de los creyentes. Ninguna podrá separarnos del amor de Cristo, porque en Cristo Jesús, Señor nuestro, habita la plenitud del amor con el que Dios nos ama. Dios nos ama en Cristo, a causa de Cristo, y a causa de lo que ha merecido por nosotros. Ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios.
Siempre el amor que Dios nos tiene como fundamento y razón de todo en nuestra vida. Ese amor es lo único permanente; todo lo demás pasará, y esas fuerzas a las que se refiere Pablo –sean las que sean– que pretenden separarnos del amor de Cristo perderán su poder y, cuando llegue el día, como dice San Pablo en la Carta a lo Filipenses, al nombre de Jesús toda rodilla se doblará en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confesará que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre.
Del amor de Dios que está en Cristo Jesús solo podemos separarnos nosotros mismos. Es el terrible misterio del pecado y de la libertad personal. Por eso Jesús, en la hora dramática de Getsemaní, cuando experimentó de un modo especial el misterio del amor, le dijo a Pedro:
“Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”.
Caer en la tentación es rechazar el amor de Cristo, el amor de Dios que está en Cristo Jesús, Señor nuestro. Por eso tenemos que pedir al Espíritu de Dios, que guía a los que somos hijos de Dios, que nos lleve siempre por caminos de oración vigilante.
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