Meditación sobre Ga 5,13–26
Jesús, enseñando en el Templo de Jerusalén, nos reveló que la libertad que nos hace realmente libres solo nos la puede dar Él:
“En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un esclavo. Y el esclavo no se queda en casa para siempre, mientras el hijo se queda para siempre. Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres”.
De la verdadera esclavitud, que es la del pecado, sólo Dios nos puede liberar. Para liberarnos de esa esclavitud ha venido el Hijo de Dios al mundo. Con la libertad de hijos que de Él recibimos podremos quedarnos en la Casa del Padre para siempre. No hay otra libertad real que la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Todo otro planteamiento está marcado con el sello de la esclavitud del pecado.
Con este horizonte escuchamos a San Pablo:
Porque, hermanos, habéis sido llamados a la libertad; sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros. Pues toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os devoráis mutuamente, ¡mirad no vayáis mutuamente a destruiros!
La libertad que el Hijo nos ha dado nos hace capaces de servirnos unos a otros por amor; y de vivir el precepto que contiene toda la Ley. Qué íntima relación hay entre la libertad cristiana y la caridad.
Por mi parte os digo: Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne. Pues la carne tiene apetencias contrarias al Espíritu, y el Espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais. Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la Ley.
La libertad que el Hijo nos da nos hace capaces de vivir según el Espíritu, de dar satisfacción a las tendencias del Espíritu, de dejarnos conducir por el Espíritu. Es un panorama de vida asombroso. Qué familiaridad podemos llegar a tener los cristianos con el Espíritu Santo; cuanto debe querernos.
Si vivimos bajo la guía del Espíritu de Dios nos veremos libres de satisfacer los deseos de la carne. Y el panorama que se nos presenta es el escalofriante:
Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios.
Qué terrible pensar que podemos pasar por el mundo haciendo el mal. Y que al final de una vida llena de maldad no heredaremos el Reino de Dios; que la muerte tendrá la última palabra. Qué claro deja siempre Pablo lo que está es juego.
El contraste:
En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley.
Qué página tan magnífica. La libertad que el Hijo nos ha dado nos hace capaces de dejarnos conducir por el Espíritu. Entonces daremos el fruto del Espíritu: pasaremos por el mundo sembrando caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, continencia. Vivir así vale la pena. Cuántas gracias tenemos que dar a Dios porque nos haya hecho realmente libres. El fruto del Espíritu es la manifestación de la libertad de los hijos de Dios.
San Pablo saca la conclusión de lo dicho :
Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, caminemos también según el Espíritu. No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente.
En la oración en el Cenáculo, cuando está a punto de encaminarse al encuentro con la Cruz, Jesús le dice a su Padre:
“He manifestado tu Nombre a los hombres que Tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y Tú me los has dado; y han guardado tu Palabra”.
Los cristianos somos un don que el Padre le ha hecho a su Hijo. Y, porque somos de Cristo Jesús, podemos clavar en su Cruz la carne con sus pasiones y sus apetencias, y vivir y caminar según el Espíritu. Y el Espíritu de Dios lleva al cristiano a que sus obras estén dominadas por la humildad, la paz y la caridad.
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