Meditación sobre Jn 15,9-12
Estamos en el Cenáculo. Jesús está a punto de salir al encuentro con la Cruz. La revelación que nos va a dejar es conmovedora:
“Como el Padre me amó, así os he amado Yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como Yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor”.
Jesús nos revela que Él es el Hijo Amado del Padre. Su Padre solo tiene un Amor: el Amor con el que le ama a Él. Jesús nos revela que permanecer en el Amor del Padre es la razón de su vivir. Por eso lo único importante en su vida es guardar los mandamientos de su Padre.
Jesús nos dice que ha venido al mundo para traernos el amor del Padre, para amarnos con el amor con el que su Padre le ama a Él. En el Corazón de Jesús habita, corporalmente, la plenitud del amor del Padre. Sólo el Hijo Amado nos puede introducir en este misterio de amor. Solo Él nos puede revelar que su Padre nos ha librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino del Hijo de su amor.
Jesús tiene la esperanza de que permanezcamos en su amor. Pero, hablando con rigor, ¿podemos permanecer en alguna otra realidad? En otros amores nobles, en la actividad profesional, en la ciencia, en la cultura, etc. No. Solo en el amor de Jesucristo podemos permanecer, vivir plenamente y para toda la eternidad. Fuera del amor de Jesús todo está marcado con el sello de la muerte.
El Corazón de Jesús es la roca firme sobre la que podemos edificar nuestra vida; todo otro cimiento se hundirá. El Corazón de Jesús es la tierra fértil en la que podemos arraigar todos nuestros amores para que den fruto de vida eterna; lo que plantemos en otra tierra se agostará.
Los mandamientos de Jesús son portadores de su amor. Por eso el modo de permanecer en su amor es guardar sus palabras: escucharlas, meditarlas en la oración, y vivirlas. Permanecer en el amor de Cristo es el criterio de vida del cristiano: lo que no me lleva a permanecer en el amor de Jesús, no me interesa. Ésta es toda la moral cristiana. Ser cristiano es tener una conciencia cada vez más clara del amor que Jesús nos tiene; y un deseo, cada vez más firme, de permanecer en su amor guardando sus mandamientos. Como todo esto es pura gracia de Dios, hay que pedirla con insistencia; y agradecerla de corazón.
Jesús concluye su revelación:
“Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa. Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado”
Jesús ha venido a traernos su alegría. La alegría del Hijo brota de saberse amado por su Padre Dios; de poder permanecer en su amor guardando sus mandamientos; la alegría de poder dar su vida por nosotros, por el amor que nos tiene; la alegría de darnos el poder de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado.
La alegría que Jesús nos trae está destinada a crecer hasta la plenitud de la eternidad. Es una alegría que el mundo no puede dar, pero tampoco puede quitar. Es una alegría capaz de acoger todos los dolores y sufrimientos de la vida, unirlos a la Pasión de Cristo, y transformarlos en ofrenda agradable a Dios. Lo único que puede dar sentido y valor al sufrimiento –tan terrible en la historia de la humanidad– es acogerlo en la alegría que Jesucristo nos ha traído y ofrecerlo a nuestro Padre Dios.
Tenemos que pedirle al Señor una fe a la medida de sus palabras; una fe que sea capaz de acogerlas, guardarlas en el corazón y vivirlas. Tenemos que pedirle al Señor una fe a la medida del amor que nos tiene; una fe que nos haga capaces de permanecer en su amor guardando sus mandamientos; y de querer como Él nos quiere. Tenemos que pedirle al Señor una fe que nos dé el poder de abrir espacio al amor de Dios en nuestro mundo, que es realmente lo único que el mundo necesita; una fe que nos haga encontrar la alegría que Jesús nos trae en todas las circunstancias de la vida.
Excursus: La obediencia del Hijo.
Jesús nos dice que guardando los mandamientos de su Padre es como permanece en su Amor. Hay aquí un misterio. En la vida de la Santísima Trinidad la unidad entre el Padre y el Hijo es perfecta. La voluntad es única. Hay distinción de Personas, pero no de voluntad y acción. Una misma es la voluntad y el obrar del Padre y el Hijo. En el seno de la comunión Trinitaria hay perfecta armonía y perfecta cooperación, pero no obediencia. Cuando el Hijo de Dios se hizo hombre asumió una naturaleza humana en toda su integridad, con una voluntad y un obrar humano. Entonces, lo que había sido conformidad se hizo obediencia. La Carta a los Hebreos, citando de forma libre el Salmo 40, lo expresa admirablemente:
Por eso, al entrar en este mundo, dice:
Sacrificio y oblación no quisiste;
pero me has formado un cuerpo.
Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron; entonces dije:
¡He aquí que vengo –pues de mí está escrito en el rollo del libro– a hacer, oh Dios, tu voluntad!
Como estaba anunciado por las Escrituras, el Hijo de Dios viene a hacer la voluntad del Padre. Esta misma Carta lo expresa con una fuerza particular:
El cual, habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas al que podía salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente; y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.
Jesús ha venido al mundo para cargar con la desobediencia del pecado y llevarla a la voluntad de su Padre. Desde esa hora hemos sido hechos capaces de obedecer a Dios y de guardar los mandamientos de Jesús.
Excursus: El Amor del Padre y la Cruz.
En la preciosa oración de alabanza que nos ha conservado el evangelista Mateo, Jesús revela:
“Todo me ha sido entregado por mi Padre. Y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.
Sólo el Padre sabe cuáles son los deseos que llenan el corazón de su Hijo y, por el amor que le tiene, va a satisfacer plenamente ese querer. Por eso la Cruz es la plena manifestación del amor que Dios Padre tiene a Jesucristo. En la Cruz Jesús está dando a conocer al mundo que sólo su Padre le conoce y le ama.
San Juan nos dice que, cuando Judas salió del Cenáculo a la oscuridad de la noche, Jesús dijo:
“Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en Él. Si Dios ha sido glorificado en Él, Dios también le glorificará en sí mismo y le glorificará pronto”.
El Hijo de Dios ha venido al mundo para glorificar a su Padre Dios; para darle la gloria que sólo Él puede darle; la que repara de modo sobreabundante la gloria que el pecado del hombre pretendió quitarle –sólo lo pretendió, porque lo que el pecado realmente hace es manifestar que el Amor de Dios es Compasivo y Misericordioso, y revelar un resplandor insospechado de la gloria de Dios–. Para que Dios sea glorificado en Él, Jesús sabe que tiene que encontrarse con el pecado, hacerlo propio, descender hasta las raíces del mal, del odio y de la desobediencia a su Padre Dios y acogerlo todo en su amor obediente. Eso es la Cruz. Jesús quiere poner el sello de la Cruz en el cristiano, para que podamos pasar por la vida dando gloria a Dios.
El Padre sabe que su Hijo quiere tener a los suyos con Él para siempre. Así se lo pidió en la oración del Cenáculo:
“Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde Yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo”.
La Cruz es la condición para que el Padre pueda atender la petición de su Hijo.
Jesucristo es el Verbo por el que todo fue hecho, y sin Él no se hizo nada de cuanto existe. La creación fue sometida a la vanidad por el pecado, y espera con ansia ser liberada. Pablo lo expresa así:
La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.
Jesús escucha el clamor de su creación, la esperanza que tiene de participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. El Padre lo sabe y, por el amor que tiene a su Hijo, le llevará a realizar una nueva creación. Por eso la Cruz.
San Juan nos dice cómo se presentó Jesús Resucitado a sus discípulos:
Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros”. Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también Yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”.
El Resucitado, portador de la vida nueva y eterna, manifiesta lo que llena su corazón: el deseo de darnos su paz y su alegría; de enviar a sus discípulos como el Padre le envió a Él; de ungirlos con el Espíritu Santo para que su Iglesia tenga el poder de perdonar los pecados en la tierra. Pero el Resucitado tiene que darse a conocer como el Crucificado. Por eso les mostró las manos y el costado. Jesucristo Resucitado lleva las huellas de la Cruz. Serán, para siempre, el testimonio del amor que el Padre le tiene. Y profundo motivo de paz y alegría para los cristianos.
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