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Yo le conozco y guardo su palabra

Meditación sobre Jn 8,48-59

Seguimos en el Templo de Jerusalén. La profunda enseñanza de Jesús se realiza ahora en el marco de la polémica. Jesús acaba de decirles a los judíos unas verdades muy duras. Seguro que lo ha hecho para provocar en ellos la conversión. Jesús ha venido al mundo a salvar.

Los judíos le respondieron: “¿No decimos, con razón, que eres samaritano y que tienes un demonio?” Respondió Jesús: “Yo no tengo un demonio; sino que honro a mi Padre, y vosotros me deshonráis a mí. Pero Yo no busco mi gloria; ya hay quien la busca y juzga. En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi palabra no verá la muerte jamás”.

Con un lenguaje solemne, Jesús nos deja una revelación muy poderosa. Él ha venido al mundo a honrar a su Padre y a traernos la palabra de Dios, que es portadora de vida; el que guarda su palabra, el que la escucha y la vive, no verá la muerte jamás. Aquí está la clave de todo. Si la palabra de Jesús es portadora de vida eterna entonces es la única palabra importante que resuena en este mundo nuestro.

   Entregándonos su palabra es como Jesús, que es y se sabe Hijo de Dios, honra a su Padre. Ésa es la razón de su vivir. En Belén, en Nazaret y en el Calvario, Jesús está honrando a su Padre. Solo a su Padre. A ninguna institución de orden social, político, cultural, etc. Jesús honra a solo a su Padre; y si nosotros somos verdaderos cristianos obraremos del mismo modo.

   Jesús, haciendo lo que el Padre le ha encargado, busca sólo la gloria que puede recibir de su Padre. Ninguna otra honra le interesa y ninguna deshonra le afecta. Jesús, que no busca su honra ni la que puede recibir del mundo, lo deja todo en las manos de Dios. Él juzgará.

   El Señor termina dejándonos unas palabras extraordinariamente esperanzadoras. Primero nos dice que podemos aspirar a la vida eterna, que la plenitud de vida forma parte del designio de Dios para nosotros; luego nos dice que todo lo que tenemos que hacer para no ver la muerte jamás es guardar su palabra. Y está claro que con su palabra nos dará toda la gracia necesaria para guardarla.

Va a terminar la polémica de Jesús con este grupo de judíos. El planteamiento obtuso de estos hombres le da ocasión al Señor para seguir revelándonos quién es Él. Esto es lo único realmente importante y valioso. Los judíos vuelven sobre el tema de Abraham:

Le dijeron los judíos: “Ahora estamos seguros de que tienes un demonio. Abraham murió, y también los profetas; y tú dices: «Si alguno guarda mi palabra, no probará la muerte jamás». ¿Eres tú acaso más grande que nuestro padre Abraham, que murió? También los profetas murieron. ¿Por quién te tienes a ti mismo?”

Cuando Jesús nos dice que si alguno guarda su palabra no probará la muerte jamás, está claro por quién se tiene a sí mismo: Él es el Hijo de Dios que ha venido a traernos la vida que recibe del Padre; sus palabras son portadoras de esa vida. Ahora depende de cada uno creer en Jesucristo o no; aceptar sus palabras, o no. Lo que nos jugamos está claro.

   Preguntarle a Jesús por quién se tiene a sí mismo no deja de ser una bobada, porque desde que el Señor empezó a predicar nos lo está diciendo con sus palabras y con sus obras. Pero es una pregunta que podemos dirigir a Jesús en la oración, y dejar que nos vaya contestando. Lo hace en los Evangelios, claro; y en ningún otro sitio. Y las respuestas de Jesucristo, que cada vez entenderemos con más profundidad, van dilatando el horizonte de nuestra vida y van llenando el corazón de asombro y agradecimiento.

La respuesta de Jesús a la pregunta de los judíos es magnífica:

Jesús respondió: “Si Yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada; es mi Padre quien me glorifica, de quien vosotros decís: «Él es nuestro Dios», y sin embargo no le conocéis. Yo sí que le conozco, y si dijera que no le conozco, sería un mentiroso como vosotros. Pero Yo le conozco y guardo su palabra. Vuestro padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró”. Entonces los judíos le dijeron: “¿Aún no tienes cincuenta años y has visto a Abraham?” Jesús les respondió: “En verdad, en verdad os digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy”. Entonces tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del Templo.

Si escuchas las palabras de Jesús y las meditas con calma en la oración procurando, con la ayuda del Espíritu Santo, comprenderlas bien, irás profundizando en lo que quiere expresar Jesús cuando dice: «Yo Soy». La afirmación Yo Soy alude al nombre divino revelado a Moisés en Éxodo 3,14. De este modo Jesús declara implícitamente ser Dios, que ha venido al mundo para salvar a los hombres.

   Jesús es el Hijo Unigénito de Dios Padre, y solo de su Padre recibe gloria. Él es el único que conoce al Padre y, por eso, el único que lo puede revelar. Él es el que siempre guarda la palabra de su Padre Dios. Jesús es el que viene a cumplir la Promesa que Dios hizo a Abraham. Por eso el regocijo del Patriarca cuando vio su día.

   La clave, como siempre, es decidir quién es, para mí, el «yo» que dice «Yo Soy». Si es el yo de un hombre todo eso es un completo despropósito, y la muerte eterna tendrá la última palabra. Pero si es el Yo de Dios Hijo, cuya palabra es portadora de la vida que recibe del Padre, entonces la palabra de Jesús es la única importante en mi vida; la única que tengo que escuchar. Y guardar esa palabra es la puerta que abre el camino de la vida eterna. La única puerta. Todo lo demás está marcado con el sello de la muerte. Cada uno tiene que elegir.

Jesús sabe que ha llegado su día, ese día que tanto regocijo y alegría le dió a Abraham cuando, en la fe, supo que Dios cumpliría la Promesa que le hizo de que, en su descendencia, serían bendecidos todos los linajes de la tierra. Pero Jesús sabe también que todavía no ha llegado su Hora. Por eso, cuando intentan apedrearlo, Jesús se oculta y sale del Templo.


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