Meditación sobre Mt 6,1-6.16-18
Escuchamos a Jesús en el Sermón del Monte:
“Guardaos de hacer vuestra justicia delante de los hombres con el fin de que os vean; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos”.
Estas palabras de Jesús son la clave de lectura de este capítulo. Lo primero que hay que preguntarse es por qué nuestro Padre que está en los cielos tiene interés por nosotros. La respuesta es clara: por el Amor que nos tiene. No puede haber otra razón. Jesús nos revela que el Padre nos ama con el Amor con el que le ama a Él.
Jesús invita, no impone. Cada uno tiene que elegir ante quién quiere vivir; qué recompensa quiere recibir y de quién espera recibirla. Ésta es la opción radical que el Señor presenta a nuestra libertad.
En lo que sigue Jesús se va a centrar en la limosna, la oración y el ayuno, pilares principales de la vida religiosa de Israel. Realmente, podemos aplicar lo que nos dice a todas las dimensiones de la vida de la persona, muy particularmente al trabajo, que tanta importancia tiene en nuestra sociedad.
Escuchemos al Señor:
“Cuando hagas, pues, limosna no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en sus sinagogas y en las calles para ser alabados de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Vivimos envueltos en la mirada de nuestro Padre Dios, al que todo lo nuestro le interesa. ¿Qué es lo que el Padre puede ver en nuestra limosna que le agrade? La caridad. Solo la caridad puede agradar al Dios que es Amor. Solo si nuestra limosna es fruto de la caridad podemos estar seguros de que nuestro Padre nos recompensará. Tal como Jesús lo enseña, es limosna todo dar que lleve a Dios a mirarme con agrado: todo lo que haga y dé movido por el cariño, la atención y el cuidado; ya sea consejo, trabajo, tiempo, dinero, etc. Jesús me revela que puedo hacer de mi vida una ofrenda –verdadera Eucaristía–; y vivir buscando solo la recompensa de Dios.
Jesús se centra ahora en la oración:
“Y cuando oréis no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu cámara y cerrada la puerta ora a tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Cuántas veces nos previene el Señor de no actuar como los hipócritas, que usan la religión para satisfacer su amor propio. Y qué magnífica revelación nos deja Jesús de lo que es la oración: un diálogo íntimo y personal con nuestro Padre Dios, que ha establecido su morada en nuestro corazón y está siempre dispuesto a escucharnos. Así la vida queda transformada en una conversación de amor en la que vamos introduciéndolo todo, porque a nuestro Padre Dios le interesan todas nuestras cosas. Y esa oración de hijos de Dios se abre a la eternidad. Esa será la recompensa.
Después de la limosna y la oración, el ayuno:
“Cuando ayunéis, no aparezcáis tristes, como los hipócritas, que demudan su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que recibieron su recompensa. Tú, cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara, para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará”.
Qué ritmo tan precioso tienen estos consejos de Jesús. Qué fáciles son de memorizar, especialmente la segunda parte. Ahora Jesús nos revela que el ayuno es una declaración de amor a nuestro Padre. Ayunar es decirle a Dios que podemos privarnos de todo menos de su Amor. El ayuno nos recuerda la verdad esencial de nuestra vida: solo en el Amor que el Padre nos tiene podemos fundamentar nuestra vida para la eternidad. Todo lo demás pasará. Por eso hay que grabar el sello del amor a Dios en todas las dimensiones de la vida.
Jesús nos está advirtiendo de un peligro propio de la práctica religiosa: que la limosna, la oración y el ayuno, en lugar de ventanas que se abren al corazón del Padre, se conviertan en un espejo en el que nos miramos a nosotros mismos; que acaben siendo medios para satisfacer el amor propio y buscar nuestra propia gloria. Pero si es así el resultado será terrible porque, como el Señor dice una y otra vez: “ya recibieron su recompensa”; pero la recompensa del mundo, por mucho que lo intente esconder, está marcada con el sello de la muerte.
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