Meditación sobre 1 Jn 3,1-10
San Lucas nos cuenta que, en cierta ocasión, cuando Jesús terminó de hacer su oración, uno de sus discípulos le pidió que les enseñase a orar. El Señor les dijo:
“Cuando oréis, decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino,”.
El corazón del cristianismo es poder llamar «Padre» al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. ¿Por qué tenemos esta dignidad inimaginable? Por el amor que nuestro Padre Dios nos tiene. San Juan lo expresa con fuerza:
Mirad qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios, ¡y lo somos! Por eso el mundo no nos conoce, porque no le conoció a Él. Queridísimos: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es.
En el amor que el Padre nos ha mostrado, ese amor que nos da el poder de llegar a ser hijos de Dios, podemos fundamentar nuestra vida. Solo en ese Amor. Lo que edifiquemos en el Amor de nuestro Padre Dios permanecerá para siempre; todo lo demás pasará.
Ya somos hijos de Dios. Éste es el gran don que el Padre nos ha hecho. Un don que es tarea y, como todo don de Dios, está destinado a crecer, a llegar a plenitud. San Pablo, en la primera Carta a los Corintios lo expresa así:
Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido.
Esta esperanza impulsa nuestra lucha para liberarnos del pecado:
Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro. Todo el que comete pecado comete también la iniquidad, pues el pecado es la iniquidad. Y sabéis que Él se manifestó para quitar los pecados y en Él no hay pecado. Todo el que permanece en Él no peca; todo el que peca no le ha visto ni conocido.
Qué página tan admirable. Jesús, el Hijo de Dios, se ha manifestado al mundo para quitar los pecados. Todo el que permanece en Él no peca. La clave de la vida de los hijos de Dios es permanecer en Jesucristo. Permanecer en Jesucristo nos hace capaces de obrar la justicia:
Hijos míos, que nadie os engañe. Quien obra la justicia es justo, como Él es justo. Quien comete el pecado es del diablo, pues el diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo. Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios. En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano.
Vivimos en la última Hora. Una vez que el Hijo de Dios se ha manifestado para deshacer las obras del diablo, cada uno tiene que elegir quien quiere ser: hijo de Dios o hijo del diablo. Siempre el juicio. Siempre el respeto de Dios por nuestra libertad.
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