Meditación sobre Mt 6,7–15
Estamos en el Sermón del Monte. Jesús, después de invitarnos a orar de modo que podamos conseguir la recompensa de nuestro Padre Dios, nos dice:
“Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que se figuran que por su locuacidad van a ser escuchados. No seáis como ellos, porque vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo”.
La nuestra es la oración de los hijos; rezamos a nuestro Padre que nos quiere y nos conoce. Por eso la enseñanza del Señor:
“Vosotros, pues, orad así:
Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu Nombre;
venga tu Reino;
hágase tu Voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.
Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy.
y perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros perdonamos a nuestros deudores;
y no nos dejes caer en tentación,
mas líbranos del mal”.
Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu Nombre: Para introducirnos en su oración, para que podamos llamar a su Dios y Padre «Padre nuestro», ha venido el Hijo de Dios al mundo y nos ha dado a participar de su filiación divina. En esta oración está contenida la obra de la Redención. Por eso el Padrenuestro solo se puede rezar con toda seriedad.
Le pedimos a nuestro Padre que su Nombre sea santificado. Nosotros no podemos hacer a Dios más santo –solo pensarlo es un despropósito–; lo que sí podemos es que nuestra vida de hijos manifieste su santidad. Por eso le estamos pidiendo la gracia necesaria para vivir la filiación divina; así la santidad de Dios iluminará el mundo.
Venga tu Reino: Con esta petición estamos expresando el deseo de que el Reino de Dios venga a este mundo nuestro tan profundamente marcado por la violencia; le estamos pidiendo a Dios la gracia para colaborar en la expansión de su Reino; y estamos expresando el compromiso de hacer lo que esté en nuestra mano para que Dios reine en nuestro corazón.
Hágase tu Voluntad, como en el cielo, así también en la tierra: En el comienzo de la oración en el Cenáculo, Jesús le dice a su Padre:
“Yo te he glorificado en la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar”.
Cuando le pedimos al Padre que se haga su Voluntad le estamos diciendo que queremos recorrer el camino que su Hijo nos ha abierto; que queremos pasar por este mundo llevando a cabo la obra que nos ha encomendado realizar y vivir en esta tierra dándole gloria.
Nuestro pan cotidiano dánoslo hoy: El pan, en nuestra cultura, es el símbolo de la vida, y la vida nos viene de Dios. Le pedimos el pan de trigo, don que nos hace con la Creación, el pan de su Palabra y el Pan de la Eucaristía. Queremos recibir la vida de su mano; cada día. Qué petición tan propia de un hijo.
Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores; y no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal: Después de la vida, el perdón. Le pedimos a nuestro Padre que nos defienda de pecar, que nos perdone y que nos dé el poder de experimentar la alegría de perdonar. Estas últimas peticiones despliegan ante los ojos del alma un panorama espléndido. Nos llevan a ver nuestra vida pasada con una luz nueva: la luz de la misericordia de Dios. La luz de ser perdonados, de poder perdonar y de ser protegidos para no pecar –que es otra forma de experimentar la misericordia de Dios–. Le estamos pidiendo a Dios que nos proteja del pecado, que es el único verdadero mal.
Nuestro Padre escucha nuestra oración. Por eso no hemos cometido muchos más pecados en nuestra vida. Si Dios no nos defiende de caer en la tentación, si no nos libra del mal, seremos un juguete en poder del pecado –que tiene una fuerza terrible–, que nos pondrá a su servicio y pasaremos por la vida haciendo el mal; y el destino final será la muerte eterna.
Esta petición sobre el perdón tiene tal importancia a los ojos de Jesús que es la única que comenta:
“Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas”.
La misericordia de Dios perdona los pecados y transforma el corazón; lo hace capaz de perdonar y de alegrarse perdonando; capaz de vivir la fiesta del perdón, esa fiesta de la que Jesús habla en tantas parábolas admirables. Si no perdonamos ponemos de relieve que no hemos abierto el corazón al perdón del Padre. Perdonar es la prueba de que nos hemos dejado introducir por Dios en el Reino de su Misericordia. El perdón de Dios nos hace capaces de perdonar y de experimentar la alegría del perdón.
Derramando su Sangre por el perdón de los pecados, Jesús pone en marcha la revolución del perdón, la única revolución que puede transformar la humanidad en una familia. Las demás revoluciones no han hecho más que grabar, cada vez más profundamente, el sello de la muerte en la historia, haciendo crecer el odio y la violencia. Todo el que vive pidiendo perdón a su Padre Dios y perdonando de corazón pertenece a la revolución del perdón. Puro gozo.
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