Meditación sobre Mt 15,21-28
Jesús, enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm, nos revela:
“Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae; y Yo lo resucitaré el último día".
Lo que mueve al Padre a enviarnos a su Hijo y a llevarnos al encuentro con Él es la compasión: Dios, que no puede padecer, puede compadecer; y se compadece de su criatura sometida al poder de Satanás y de la muerte. Y la razón última por la que el Dios vivo y dador de vida nos lleva al encuentro con su Hijo es para que Jesús nos resucite el último día.
Con el horizonte de las palabras de Jesús vamos a escuchar lo que nos dice San Mateo:
Después que Jesús salió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar diciendo: “¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija está poseída cruelmente por el demonio”. Pero Él no le contestaba palabra. Los discípulos se le acercaron y le rogaron, diciendo: “Despídela, pues viene gritando detrás de nosotros”. Él respondió: “No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”.
La petición de esta mujer es admirable. Admirable el título con el que se refiere a Jesús, y admirable el modo como encuentra el camino a su corazón. El Señor tendrá compasión de esta madre y devolverá la vida plena a su hija.
La solicitud de esta mujer cananea le da ocasión a Jesús para revelarnos que el designio de Salvación de Dios tiene sus tiempos: Israel es el primer destinatario de la salvación que Jesús ha venido a traernos, porque Dios es fiel a su Promesa y, como nos dice San Pablo en la Carta a los Romanos, de Israel es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.
Qué dignidad tiene Israel a los ojos de Dios. Esta gloria ya no se la quitará nadie. Cuando Jesús envíe a sus discípulos a llevar su Evangelio al mundo entero, los apóstoles caerán en la cuenta que han vivido los tres años que constituyen como el corazón de la historia de la Salvación: los años en los que el Hijo de Dios se dedicó exclusivamente a buscar las ovejas perdidas de la casa de Israel.
La cananea no ceja en su petición. Jesús insiste en lo que acaba de decirle recurriendo a una metáfora; una metáfora que ella va a tomar por el lado más amable:
Mas ella, acercándose, se postró ante Él, diciendo: “¡Señor, ayúdame!” Él le respondió: “No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos”. Mas ella dijo: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Entonces Jesús le respondió: “¡Oh mujer, grande es tu fe! Que te suceda como deseas”. Y desde aquella hora quedó curada su hija.
El encuentro del Señor con esta madre es delicioso. Qué bien se entienden. Ella sabe, porque el Padre se lo ha revelado, que Jesús ha venido a salvar, no a despreciar. Y le insiste en que libere a su hija de un modo conmovedor. Haríamos bien en pedirle siempre al Señor con el corazón y con las palabras esta madre.
El Señor le explica que Él no hace lo que se le ocurre, sino que obedece el designio de Dios. Pero la metáfora con la que se lo explica no está tan cerrada como parece y la madre, que se ha postrado ante Él para pedirle ayuda, una vez que acepta lo esencial encuentra el portillo que Jesús ha dejado abierto. A Jesús, la fe, la sabiduría, la humildad, y el amor a su hija de esta madre, lo desarman; por eso su reacción: “¡Oh mujer, grande es tu fe! Que te suceda como deseas”.
Esta madre nos deja una lección de una importancia extrema. Nos dice que a Jesús solo le vamos a impresionar con la fe y solo le vamos a desarmar con el amor. Esas cosas que el mundo valora tanto –poder, fama, dinero, influencia– a Jesús le dejan indiferente. Y como solo vamos a conmoverlo por la fe y el amor, hay que pedir al Padre que nos de una fe en Cristo como la de esta mujer, y un amor a las personas como el que esta madre tiene a su hija.
Este debió de ser un día feliz para Jesús. Después de la tristeza de comprobar que tantos judíos no creían en Él –tema tan frecuente en los Evangelios–, encontrarse con la fe de esta mujer le llenaría el corazón de gozo. Vería en ella las primicias de esa muchedumbre de gentiles –muchedumbre a la que pertenecemos– que, fruto de la predicación de sus discípulos –los mismos que le han dicho que despida a la cananea– llegarán a creer en Él.
Todo empezó con el amor de una madre a su hija. Y el amor a su hija fue la puerta por la que el Padre entró en el corazón de esa mujer y la llevó a su Hijo. Lo que mueve al Padre a enviarnos a su Hijo y a llevarnos a Él es su amor por nosotros, por eso el amor será siempre la puerta del camino que lleva al encuentro con Jesucristo. Sin el amor a su hija quizá esta mujer no se hubiera encontrado nunca con Jesús. Y una vez que se ha encontrado, qué gran lección nos deja esta madre de cómo tenemos que interceder ante el Señor por las personas a las que queremos.
Jesús alaba la fe de esta madre. Del modo que sólo Dios conoce esta mujer ha llegado al convencimiento de que en Jesús ha venido el Reino de Dios al mundo; que el príncipe de este mundo ha perdido su poder; una sola palabra de Jesús y el demonio que tortura a su hija la dejará. Por eso, una vez que Jesús pronunció esa palabra, esta mujer sabe que su hija está curada. Todo comienza con el encuentro con Jesús. A partir de ese encuentro, ¿cómo sería la relación de la cananea con Jesús? No sabemos, pero tengo para mi que su vida estaría, desde ese encuentro, marcada por las acciones de gracias.
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