Meditación sobre Rom 13,7-14
En la primera mitad de este notable capítulo de la Carta, San Pablo invita a los cristianos de Roma a someterse, en conciencia, a las autoridades constituidas. El Apóstol contempla la sociedad y la política en el horizonte del designio creador de Dios. Por eso les dice a los destinatarios de la Carta –nos dice a nosotros– que no hay autoridad que no provenga de Dios; y que las que existen por Dios han sido constituidas y están al servicio de Dios para nuestro bien y para hacer justicia. Después de esta apertura tan sugerente, Pablo continúa:
Dad a cada cual lo que se debe: a quien impuestos, impuestos; a quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor. Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido plenamente la Ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la Ley en su plenitud.
Qué palabras tan profundas y tan preciosas. Cómo simplifican la vida del cristiano. San Pablo nos dice que, en nuestra vida, lo único que tiene valor a los ojos de Dios es que vivamos la caridad. Todas las deudas –impuestos, tributo, respeto, honor– se pueden –y se deben– saldar; todas menos una: la del mutuo amor. Esta deuda, que es el cumplimiento pleno de la Ley, se abre a la eternidad. En esta deuda de amor al prójimo están contenidos, y llegan a su cumplimiento, todos los preceptos de la Ley de Dios. La caridad, que no hace mal al prójimo –preciosa definición de la caridad–, es la Ley en su plenitud. Todo lo que es de Dios en las Escrituras de Israel manifiesta el amor y se ordena al amor, que es el cumplimiento último de los mandamientos de Dios. Lo que no lleva el sello de la caridad no responde a la voluntad de Dios; se trata de tradiciones humanas. Ser cristiano consiste en vivir, con la gracia de Dios, la caridad. Siempre. Con todos. En el amor, don interior del Espíritu, llega a cumplimiento la ley de Dios.
San Pablo continúa:
Y esto, teniendo en cuenta el tiempo en que vivimos. Porque es ya hora de levantaros del sueño, que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe. La noche está avanzada, el día se avecina. Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os deis a la carne para satisfacer sus concupiscencias.
San Pablo mira siempre a la hora de nuestro encuentro con Dios. Para él, todo lo que es pasajero, todo lo que está sometido al tiempo meramente histórico no tiene el menor valor. El Apóstol se esfuerza en hacernos comprender que vivimos en el tiempo (kairós) del cumplimiento de la historia de la salvación; vivimos en la hora escatológica, inaugurada por la Muerte y la Resurrección de Cristo. El cristiano, hijo del día es, desde que abrazó la fe y fue liberado del imperio del mal, capaz de despojarse de las obras de las tinieblas y de revestirse de las armas de la luz. Y ese despojarse y revestirse no puede esperar, porque la noche está avanzada y el día se avecina; la salvación está cerca. El tiempo del cristiano queda profundamente transformado: es tiempo de vigilia, tiempo de oración y de lucha para irse revistiendo del Señor Jesucristo.
Revestíos más bien del Señor Jesucristo. Qué expresión tan poderosa y qué misterio tan insondable. Es la conclusión de todo. Todo en el cristianismo se ordena a que nos revistamos del Señor Jesucristo. Pará eso tenemos que vivir la vida de Cristo. En lo que Pablo nos acaba de decir están las líneas de fuerza de la biografía de Cristo Jesús. El revestirse del Señor es fruto de la gracia de Dios. Y es todo un programa de vida. Es la obra de la caridad, de la fe, y de la esperanza del que sabe que la salvación está cerca; que la noche está avanzada y el día se avecina. Ante cada obra y ante cada palabra, lo que tengo que preguntarme es: esto, ¿me ayuda a revestirme del Señor Jesucristo? Si la respuesta es que sí, eso es de Dios; si la respuesta es que no, eso procede de la carne, que busca satisfacer sus concupiscencias.
Revistiéndonos, mediante la fe, de Jesucristo hacemos presentes sus obras en el ámbito de nuestra vida ordinaria. Así nos nos lo reveló Él en el Cenáculo:
“En verdad, en verdad os digo: el que crea en mí, hará él también las obras que Yo hago, y hará mayores aún, porque Yo voy al Padre. Y todo lo que pidáis en mi Nombre, Yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi Nombre, Yo lo haré”.
Para obrar las obras de Cristo, para dejar que sea Jesús el que haga sus obras en nosotros, para que Él realice todo lo que pidamos a Dios en su Nombre, la clave es creer en Él. Qué misterio tan insondable. Viviendo de la fe en Jesús, revistiéndonos del Señor Jesucristo, el Hijo de Dios obra en nosotros; y le hacemos presente en nuestro mundo. Y todo para la gloria de Dios Padre, para que el Padre sea glorificado en el Hijo.
Revestirse del Señor Jesús es el misterio del obrar de la Santísima Trinidad en cada uno de nosotros: por querer del Padre y la obra del Hijo, el Espíritu Santo nos va despojando de las obras de las tinieblas y nos va revistiendo de las armas de la luz, nos va revistiendo del Señor Jesucristo. Qué grandeza tiene la vida cristiana; y qué servicio tan asombroso le prestamos al mundo haciendo presente a Cristo.
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