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¡Oh Dios! Ten compasión de mí

Meditación sobre Lc 18,9-14

Vamos a escuchar una parábola de Jesús sobre la oración. El evangelista deja claro a quien dirige el Señor sus palabras; y qué es lo que pretende:

Dijo también esta parábola a algunos que confiaban mucho en sí mismos, teniéndose por justos, y despreciaban a los demás.

Es una parábola dirigida a los que se tienen por justos y, por eso, confían mucho en sí mismos y desprecian a los demás. Es una parábola que tiene la finalidad de que estas personas se conviertan mientras todavía están a tiempo. ¿A cuánta gente le habrá cambiado la vida esta parábola a lo largo de estos dos mil años de historia de la Iglesia? ¿Cuánta gente, al escucharla, habrá caído en la cuenta que solo Dios es Justo y que solo en Él podemos confiar? ¿Cuánta gente al meditar esta parábola habrá comprendido que Dios no quiere que juzguemos ni despreciemos a nadie, que Dios quiere que queramos y ayudemos a todos? Desde luego las palabras de Jesús dan vértigo. Piensas en la historia de esta parábola desde que Jesús la predicó, a cuántos corazones habrá llegado, cuántos corazones habrá convertido, y experimentas un profundo gozo. Escuchemos la parábola:

“Dos hombres subieron al templo a orar, el uno fariseo, el otro publicano. El fariseo, en pie, oraba para sí de esta manera: «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, adúlteros, injustos, ni como este publicano. Ayuno dos veces en la semana, pago el diezmo de todo cuanto poseo». El publicano se quedó allá lejos, y ni se atrevía a levantar los ojos al cielo, y hería su pecho diciendo: «¡Oh Dios! Ten compasión de mí que soy pecador».

   Os digo que bajó éste justificado a su casa, y no aquél. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado”.

Solo Dios es Justo. Solo Él puede justificarnos, que es hacernos justos es su presencia. Solo el publicano bajará justificado a su casa. La descripción del fariseo responde exactamente a la del hombre que no se conoce, que se tiene por justo ante sí mismo, que confía en sí mismo y desprecia a los demás. El comportamiento del publicano es el comportamiento del hombre que ha aprendido a conocerse en la oración.

   La oración es la escuela de la verdad; es la escuela del conocimiento propio; no hay otra. En la oración aprendemos a sabernos pecadores y a conocer que nuestro Dios es grande en perdonar. Sin esa doble verdad puede hacer parloteo, pero no oración. De esta verdad brota la petición confiada y humilde que Dios acepta con agrado. Esta verdad nos empuja a dar gracias a Dios por ser como los demás hombres: pecadores necesitados del amor misericordioso de Dios. Esta verdad nos lleva a descubrir que, si no cometemos muchos más pecados, es por el amor protector de Dios, que no nos deja caer en la tentación y nos libra del mal.

   San Pablo, que había sido un estricto fariseo, quedó transformado a raíz del encuentro con Cristo. Escribiendo a Timoteo afirma con fuerza:

Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo.

Qué lejos está el fariseo de la parábola del mundo de la verdad y de la misericordia de Dios y, por eso, de la verdadera oración. Para él la Ley no es una ventana abierta al corazón compasivo de Dios, sino un espejo en el que se contempla a sí mismo con satisfacción. Por eso desprecia al publicano –y a los demás hombres–; y por eso Dios no acepta su perorata. Con Dios no se puede negociar.

La oración del publicano es admirable. Contiene lo esencial de la revelación de Dios a Israel a lo largo de los siglos: la clara conciencia de ser un pecador y de que su Dios es grande en perdonar. En las pocas palabras de la petición del publicano resuena el comienzo del admirable Salmo Miserere:

Ten misericordia de mí, Dios mío,

según tu bondad;

según tu inmensa compasión borra mi delito.

Lávame por completo de mi culpa,

y purifícame de mi pecado.

Pues yo reconozco mi delito,

y mi pecado está de continuo ante mí.

Contra Ti, contra Ti sólo he pecado,

y he hecho lo que es malo a tus ojos.

Qué poderosa oración. Meditar este Salmo llena el corazón de consuelo y fortaleza; y el alma de verdad. El salmista tiene claro que su pecado dice relación personal con Dios. Del hombre brota el pecado; de Dios, el perdón. No es extraño que la oración del publicano suba derecha hasta Dios. Como el salmista, este hombre encuentra el único camino para llegar al corazón del Dios rico en misericordia: el camino de la oración de arrepentimiento.

Después de decirnos que el publicano bajó justificado a su casa y el otro no, Jesús nos dice que el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado. Es Dios quien ensalza; y exalta al publicano trasplantándolo del ámbito de la enemistad con Él al ámbito de su justicia, al ámbito de la filiación divina. Realmente este hombre ha sido ensalzado. Qué camino tan divino nos abre Jesucristo con esta parábola.


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