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La filiación divina del cristiano

Meditación sobre Rom 8,14-30

San Pablo acaba de decirnos que nosotros somos deudores de Dios y de la vida que de Él recibimos; no somos deudores de la carne. En esta línea el Apóstol continúa:

En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: “¡Abbá, Padre!” El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal de que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados. Porque estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros.

Los hijos de Dios son los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios. Se dejan introducir en el Misterio Pascual de Cristo, el misterio de su Pasión y Resurrección: padecer con Cristo para ser glorificados con Él.

   El Espíritu de Dios nos va guiando por los caminos que ha abierto Jesucristo. Son caminos de personas libres, no de esclavos que viven bajo el temor; son caminos de vida, que no deben nada a la carne, antesala de la muerte; son caminos de amor y obediencia a nuestro Padre Dios; son caminos que se recorren con la confianza y la libertad que nos da llamar a Dios: ¡Abbá, Padre! Son caminos de hijos, herederos de Dios y coherederos de Cristo. Y el Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Qué admirable es este doble testimonio.

   El testimonio definitivo del Espíritu de que somos hijos de Dios es que nos guía por el camino de padecer con Cristo para ser con Él glorificado. Padecer con Cristo es una gran gracia de Dios; es manifestación del amor que nuestro Padre nos tiene, porque no solo es el camino de la gloria, es también el honor de acompañar a Jesús en su Pasión, y la dignidad de colaborar con Cristo en la expiación de todo el mal que hemos hecho con nuestros pecados. También en esto somos coherederos de Cristo.

   Qué importancia tiene, en la enseñanza de San Pablo, la gloria que Dios nos tiene preparada. Es la esperanza que responde al designio de Dios, y que da su verdadero valor a la vida del hombre. Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. De esa gloria va a participar la creación.

La Carta continúa desarrollando el misterio de nuestra filiación divina. Si padecemos con Cristo seremos también glorificados con Él, y nuestra glorificación resplandecerá en toda la creación. Por eso la espera ansiosa de la creación:

En efecto, la espera ansiosa de la creación anhela la revelación de los hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad, no espontáneamente, sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto.

La Sagrada Escritura se abre con un doble relato de la Creación. En el primero el hombre, varón y mujer, creado a imagen y semejanza de Dios, es la cumbre de la obra creadora de Dios; en el segundo es el centro. Ambos relatos resplandecen con la belleza, la armonía y la vida, del Amor y la Sabiduría con que Dios lo ha hecho todo.

   El pecado destruye profundamente esta obra de Dios, y convierte la creación, que salió rebosante de vida de las manos de Dios, en un gigantesco cementerio. Y la muerte tendrá siempre la última palabra. Es lo que Dios le dice a Adán después del pecado del origen:

“Por haber escuchado la voz de tu mujer y comido del árbol del que Yo te había prohibido comer, maldito sea el suelo por tu causa: con fatiga sacarás de él el alimento todos los días de tu vida; espinas y abrojos te producirá, y comerás la hierba del campo. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas al suelo, pues de él fuiste tomado; porque eres polvo y al polvo tornarás”.

La vida del hombre es un fatigoso laborar que le lleva del polvo al polvo. Como asegura el sabio, ¡Vanidad de vanidades! —dice Cohélet—, ¡vanidad de vanidades, todo vanidad!

Pero San Pablo nos dice que la creación va a participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Por eso la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Es la ansiosa espera de la creación, que desea vivamente la revelación de los hijos de Dios con la esperanza de ser liberada de la vanidad y de la servidumbre de la corrupción. Y la creación, que ha participado contra su voluntad de las consecuencias del pecado del hombre, participará también, ahora gozosamente, de su glorificación.

También nosotros esperamos la plenitud de la gloria de ser hijos de Dios:

Y no es esto solo, sino que nosotros, que poseemos ya las primicias del Espíritu, también gemimos en nuestro interior aguardando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo. En la esperanza hemos sido salvados. Ahora bien, una esperanza que se ve no es esperanza; pues ¿acaso uno espera lo que ve? Pero si esperamos lo que no vemos, lo aguardamos con perseverancia.

Poseemos ya las primicias del Espíritu, pero no hemos llegado a la plenitud de la adopción de hijos. Estamos ya salvados, sí, pero en la esperanza. Ahora nos toca aguardar con perseverancia hasta que llegue la hora de la plenitud de la salvación en la que, como nuestro espíritu ha sido redimido del pecado, así nuestro cuerpo será redimido de la corrupción y de la muerte. En ese gemir en nuestro interior aguardando la redención de nuestro cuerpo nos acompaña la creación entera. Este gemido es un verdadero clamor que resuena en todos los tiempos y en todos los lugares; un clamor que es la voz de la Sangre de Cristo, que empapa la tierra y clama mejor que la de Abel, pidiendo a su Padre Dios la plenitud de nuestra Redención.

Seguimos escuchando a San Pablo. El Apóstol nos ha dicho que el Espíritu de Dios habita en nosotros, y nos ha ido detallando la riqueza de la acción del Espíritu Santo. Ahora nos va a decir que es también obra suya el venir en ayuda de nuestra flaqueza para interceder por nosotros ante Dios.

Y de igual manera, el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones conoce cuál es la intención del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios.

El cristiano sabe lo que quiere pedir, y su oración busca la completa identificación con la voluntad de Dios; lo que no sabe es cómo pedir. El Espíritu viene en nuestra ayuda. Él mismo intercede ante Dios por nosotros. Nosotros no le entendemos pero Dios, que conoce nuestro corazón, sí le entiende, y sabe que la intercesión del Espíritu en nuestro favor nos lleva a hacer su voluntad.

   Qué gracia de Dios tan asombrosa que el mismo Espíritu venga en ayuda de nuestra flaqueza para interceder por nosotros ante Él. Qué seguridad da a nuestra oración. Nosotros solo tenemos que pedir a Dios, con las palabras del Padrenuestro, que se haga su voluntad, en la tierra como en el cielo. Del resto se encarga el Espíritu Santo.

El Apóstol continúa:

Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Porque a los que de antemano conoció, a ésos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que Éste sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a ésos también llamó; y a los que llamó, a ésos los justificó; y a los que justificó, a ésos también los glorificó.

Dios obra para bien de los que le aman. Siempre. En todo. Los que le aman son los que acogen su amor y permanecen en él, los que escuchan la palabra de Dios y la guardan, los que dejan obrar a Dios en ellos. En estos se centra el Apóstol.

   San Pablo nos dice que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ha elegido, antes de la creación del mundo, para hacernos conformes a la imagen de su Hijo. Que el Hijo ha tomado nuestro cuerpo para que podamos participar en la gloria de su cuerpo Resucitado. Qué admirable. El designio de Dios es un designio familiar: introducirnos en su comunión familiar como hermanos de su Hijo Unigénito; hacer a su Hijo el primogénito entre muchos hermanos.

   Luego el Apóstol, mediante los verbos que expresan la riqueza de la relación de Dios con nosotros, explica las etapas de la Redención, que culminan en: a ésos también los glorificó. El Apocalipsis lo expresa con una visión deslumbrante:

Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero». Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del Trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del Trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: «Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén».

El obrar de Dios nos lleva a la participación plena en la gloria de Jesús Resucitado. La glorificación, último acto del plan salvífico de Dios, se considera ya un hecho realizado, porque está anticipada y garantizada por la resurrección de Cristo Jesús.

   Qué más se puede decir. No queda más que vivir bendiciendo, alabando y dando gracias a Dios por el amor que nos tiene; y haciendo honor a ese Amor.


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