Meditación sobre Heb 10,1-18
Otra vez, a la ineficacia de los ritos y sacrificios repetidos con frecuencia según la ley de Moisés, contrapone el autor de la Carta a los Hebreos el único y eficaz Sacrificio de Cristo Jesús.
No conteniendo, en efecto, la Ley más que una sombra de los bienes futuros y no la realidad de las cosas, no puede nunca, mediante unos mismos sacrificios que se ofrecen sin cesar año tras año, dar la perfección a los que se acercan. De otro modo, ¿no habrían cesado de ofrecerlos, desde el momento que los que ofrecen ese culto no tendrían ya conciencia de pecado una vez purificados? Al contrario, con esos sacrificios se renueva de año en año el recuerdo de los pecados. Es imposible, de hecho, que la sangre de toros y machos cabríos elimine los pecados.
La Ley, que todo lo que contiene son sacrificios de toros y machos cabríos, no es más que una sombra de los bienes futuros. Por eso los sacrificios que Israel ha ofrecido a Dios durante siglos según la ley de Moisés, es imposible que elimine los pecados. Pero cuando es el Israel fiel el que los ofrece son de gran nobleza: manifiestan la conciencia de Israel de ser un pueblo pecador, necesitado del perdón de su Dios; y manifiestan también la conciencia de Israel de que su Dios es grande en perdonar.
Pero el renovar año tras año esos sacrificios, además de mantener viva esa doble conciencia –es la labor principal de los profetas, que hacen de Israel un pueblo único–, es claro testimonio de que Israel sabe que es imposible que la sangre de toros y machos cabríos perdone los pecados.
El Israel fiel está esperando que Dios ponga en sus manos el sacrificio que le santifique con una sola oblación. El sacrificio único y definitivo que Dios va a poner en manos de Israel es la oblación, de una vez para siempre, del cuerpo de Jesucristo. Todo arranca desde el ámbito de Dios, en una sentida conversación entre el Padre y el Hijo. Habla Jesucristo:
Por eso, al entrar en este mundo, Cristo dice:
Sacrificio y oblación no quisiste;
pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: “¡He aquí que vengo
–pues de mí está escrito en el rollo del libro–
a hacer, oh Dios, tu voluntad!”
Dice primero: Sacrificios y oblaciones y holocaustos y sacrificios por el pecado no los quisiste ni te agradaron –cosas todas ofrecidas conforme a la Ley– entonces –añade–: He aquí que vengo a hacer tu voluntad. Abroga lo primero para establecer el segundo. Y en virtud de esta voluntad somos santificados, merced a la oblación de una vez para siempre del cuerpo de Jesucristo.
Qué página tan preciosa. Cristo habla con su Padre Dios al entrar en este mundo. Nosotros somos el tema de su conversación; nosotros y nuestra santificación. Cristo, que conoce a Dios, sabe que todas las cosas ofrecidas conforme a la Ley a lo largo de los siglos no le han agradado; ni sacrificios, ni oblaciones, ni holocaustos, ni sacrificios por el pecado, nada de eso lo ha querido Dios ni nada de eso le ha agradado. Nada responde al querer de su voluntad, y solo en virtud de la voluntad de Dios somos santificados.
Nos podemos preguntar: Desde el pecado del origen, ¿hay algo en el ámbito de la creación que pueda agradar a Dios? Sí. Hay una cosa. Solo una. Nunca habrá otra. “Eso” que Dios quiere y le agrada es lo que está contenido en esta página admirable de la Carta a los Hebreos, que culmina con estas palabras de Cristo a su Padre:
“¡He aquí que vengo
–pues de mí está escrito en el rollo del libro–
a hacer, oh Dios, tu voluntad!”
Todo lo que en nuestra vida podamos introducir en estas palabras de Jesús, lo que podamos introducir en la voluntad del Padre, agradará a Dios. Todo. Y solo eso.
Jesús nos revela la razón por la que ha venido a este mundo: para hacer la voluntad de su Padre Dios; para agradarlo; para santificarnos merced a la oblación de una vez para siempre de su cuerpo hecha en virtud de la voluntad de Dios.
El autor de la Carta a los Hebreos insiste en la unicidad del sacrificio de Cristo, y lo que de ese sacrificio se sigue. Comienza refiriéndose a los sacerdotes del culto de la Ley, y dejando claro que, con sus sacrificios, nunca pueden borrar los pecados. Luego se centrará en el testimonio del Espíritu Santo:
Todo sacerdote se presenta día tras día, oficiando y ofreciendo reiteradamente los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar los pecados. Cristo, por el contrario, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó a la diestra de Dios para siempre, esperando desde entonces hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. En efecto, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados.
Los sacerdotes del culto del Templo se presentaban día tras día ante el altar. Para ofrecer los mismos sacrificios, que nunca pueden borrar los pecados. Por eso tenían que volver al día siguiente. Y así hasta su muerte. Cristo, por el contrario, habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó a la diestra de Dios para siempre.
El Padre acoge el sacrificio que Cristo le ofrece por nuestros pecados, y lo sienta a su diestra hasta que sus enemigos sean puestos por escabel de sus pies. Cristo, mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados –que son los que abren su corazón al sacrificio de Cristo–; porque con ese único sacrificio quedan perdonados todos los pecados del mundo. Qué íntimamente relacionado está todo en el misterio de Cristo. Ahora el testimonio del Espíritu Santo:
También el Espíritu Santo nos da testimonio de ello. Porque, después de haber dicho:
Esta es la Alianza que pactaré con ellos
después de aquellos días, dice el Señor:
Pondré mis leyes en sus corazones,
y en su mente las grabaré;
añade: Y de sus pecados e iniquidades
no me acordaré ya.
Ahora bien, donde hay perdón de estas cosas, ya no hay más oblación por el pecado.
Con una cita del profeta Jeremías, también el Espíritu Santo nos da testimonio de que el sacrificio de Cristo es único: mediante una sola oblación ha llevado a la perfección para siempre a los santificados. En el sacrificio de Cristo, Dios ha pactado una Alianza con los hombres, ha puesto sus leyes en nuestros corazones y las ha grabado en nuestras almas, y de nuestros pecados e iniquidades ya no se acordará. Una vez que el sacrificio de Cristo nos ha reconciliado con Dios, ya no hay más oblación por el pecado.
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