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María y el Salmo Primero

 Meditación sobre el Salmo 1


En el momento de la Anunciación María, Hija excelsa de Sión, recibe el saludo del ángel como representante de la humanidad, llamada a dar su consentimiento a la Encarnación del Hijo de Dios. Como Hija de Sión, María es la Virgen de la alianza que Dios establece con la humanidad entera. Con cuánto oración ha debido preparar la Virgen ese acontecimiento. María rezaba con la oración de Israel y, seguro que con frecuencia lo hacía con los Salmos. Los Salmos son la escuela en la que el Espíritu Santo va preparando a María para que llegue a ser la Madre del Hijo de Dios. María, meditando los Salmos, se fue dejando preparar para la misión que Dios le tenía reservada. 


Vamos a considerar algún aspecto de la oración de la Hija de Sión al rezar el Salmo primero. Y vamos a hacerlo procurando unirnos a la oración de nuestra Madre. Empecemos escuchando con atención la primera palabra del Salmo, que es la primera palabra del Salterio: «¡Bienaventurado!». Es como invitarnos a recorrer el camino de la oración de los Salmos, camino que nos lleva al Reino de Dios.


¡Bienaventurado el hombre 

que no sigue el consejo de los impíos, 

ni en la senda de los pecadores se detiene, 

ni en el banco de los burlones se sienta, 

mas se complace en la ley del Señor, 

su ley susurra día y noche! 


Este Salmo nos revela el misterio de la vida de María. Ella es la bienaventurada de un modo único, la que se complace, desde su Concepción, en la ley del Señor. Es la llena de gracia, la que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta. Ella guarda en su corazón la ley del Señor y la medita día y noche. Y Ella es la Omnipotencia Suplicante, a la que no dejan indiferentes los pecadores, sino que intercede continuamente por ellos. Por eso María es el último recurso del pecador más empedernido. 


El Salmo continúa hablando de la bienaventurada: 


Es como un árbol 

plantado junto a corrientes de agua, 

que da a su tiempo el fruto, 

y jamás se amustia su follaje; 

todo lo que hace sale bien. 


María es ese árbol plantado junto a corrientes de agua. Y, cuando llegó la plenitud de los tiempos, Ella dio el fruto que es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho Hombre. María es la Corredentora; como revelan las palabras del ángel en la Anunciación, es la única persona humana que la Santísima Trinidad necesitó para hacer la Redención –nosotros podemos ser colaboradores de la Redención, pero no corredentores–. Porque es la Corredentora, todo lo que María hace sale bien.


Qué misterio tan asombroso el de los Salmos de Israel. Durante siglos, el Israel fiel estuvo rezando este Salmo; sin sospechar que estaba tratando con Dios en la oración de la Doncella de Nazaret. Nosotros, en la Iglesia –que es el nuevo Israel– seguimos, siglo tras siglo rezando este Salmo primero; pero nosotros sí sabemos que estamos hablando con Dios de la Madre de su Hijo. Qué privilegiados somos.


La última estrofa del Salmo:


¡No así los impíos, no así! 

Que ellos son como paja que se lleva el viento. 

Por eso, no resistirán en el Juicio los impíos, 

ni los pecadores en la comunidad de los justos. 

Porque Yahveh conoce el camino de los justos, 

pero el camino de los impíos se pierde.


María es la persona humana justa por excelencia. La que siempre y solo ha elegido el camino de los justos, el que solo Dios conoce, el camino por el que el Padre ha llevado siempre a la que destinó y preparó, desde toda la eternidad a ser la Madre de su Hijo. Por eso, el día de la Anunciación, el ángel Gabriel le dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios: Dios Padre encuentra a María graciosa, agraciada; se complace en mirarla. 


María rezaría este Salmo con profundo dolor porque su pueblo, el pueblo que Dios había elegido como portador de la Promesa de Redención, estaba profundamente dividido en lo esencial. Los israelitas impíos ya no se complacían en la ley de Dios, y recorrían la senda de los pecadores, que se encamina al terrible Juicio y se pierde.

   A medida que fue haciendo la oración con el Salmo primero, en el corazón de la Hija de Sión el dolor debió irse transformando en oración de intercesión por su pueblo. El espíritu Santo debió irla preparando para lo que constituye una dimensión principal de la misión que Dios encomendó a María. Cuando Jesús nos la dio por Madre nos la dio también por Intercesora. Y el Señor ha puesto en el corazón de los cristianos de todos los tiempos una asombrosa confianza en el poder de la oración de intercesión de María; y esa confianza se manifiesta de muchas maneras en la vida de la Iglesia; basta pensar en la cantidad de veces que le pedimos cada día a nuestra Madre: «ruega por nosotros, pecadores». Qué don tan asombroso hemos recibido de las manos de Jesucristo.



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