Meditación sobre 1 Cor 13,1-13
En el Cenáculo, cuando está a punto de encaminarse hacia la Cruz para manifestar que nos ama hasta el extremo, Jesús nos dice:
“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros. Como Yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros”.
El amor de Jesús nos transforma el corazón: nos hace capaces de amarnos unos a otros con el amor con el que Él nos ama. Eso es la caridad. La caridad es el mandamiento nuevo que el Hijo de Dios ha venido a traernos; el sello, el único sello, que nos identifica como discípulos de Cristo.
A la caridad dedica San Pablo un himno de una belleza y profundidad particular. Después de tratar de los dones espirituales en el único cuerpo de Cristo, el Apóstol nos dice: Aspirad a los carismas mejores. Sin embargo, todavía os voy a mostrar un camino más excelente. Ese camino más excelente que los carismas mejores es la caridad:
Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo caridad, sería como bronce que suena o címbalo que retiñe.
Y aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, no sería nada.
Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía.
El Apóstol abre el himno mostrando que, sin la caridad, nada tiene valor alguno a los ojos de Dios. Por eso el bronce que resuena y el címbalo que retiñe, el no ser nada, y el de nada me aprovecharía.
Una y otra vez repite el Apóstol el: si no tengo caridad. ¿Cómo puedo tener caridad? Solo hay un modo: abrir nuestro corazón al amor con el que Jesucristo nos ama, y dejarlo crecer amando con ese amor. Es el amor de Cristo lo que convierte nuestra vida en una ofrenda agradable a Dios. Lo que no vivamos en el amor del Señor está marcado con el sello de la muerte, con ese no ser nada de que habla el Apóstol.
Ahora San Pablo se centra en la naturaleza de la caridad. Son unas palabras admirables; contienen los rasgos del Rostro de Cristo y, por eso, el programa de vida del cristiano:
La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
La caridad es el desplegarse del amor con el que Jesucristo nos ama; ese amor nos transforma el corazón y nos hace capaces de vivir como nos dice aquí el Apóstol. Hay que meditar despacio estas palabras porque contienen el programa de vida del cristiano que quiere ser santo. Son la manifestación, la única manifestación, de que permanecemos en el amor con el que Jesús nos ama. La caridad, que se alegra con la verdad, anima toda la existencia cristiana; está en la raíz de la fe y de la esperanza. La caridad es paciente: lo aguanta todo y lo soporta todo.
Ahora San Pablo nos va a decir que solo la caridad se abre a la eternidad:
La caridad nunca acaba. Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada. Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía. Pero cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, sentía como niño, razonaba como niño. Cuando he llegado a ser hombre, me he desprendido de las cosas de niño.
Desaparecerán, cesarán, quedará anulada...; las profecías, las lenguas, la ciencia...; todo, porque todo pertenece al ámbito de lo imperfecto. Solo la caridad nunca acaba, porque solo el amor con el que el Señor nos ama permanece para la vida eterna. Por eso en nuestra vida solo la caridad tiene valor de eternidad. Todo lo demás llegará un día en que habrá cumplido su misión en este mundo; pero no tendrá sentido cuando llegue la plenitud, cuando venga lo perfecto y desaparezca lo imperfecto, cuando, como nos dirá el Apóstol enseguida, veamos a Dios cara a cara y conozcamos como somos conocidos.
Vivir la caridad es abrir espacio en nuestro mundo a la vida eterna. Por eso el Apóstol concluye el himno con una afirmación contundente sobre la grandeza de la caridad:
Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido. Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad.
Ver a Dios cara a cara, verlo tal cual es, conocerlo como Él nos conoce. Este es el deseo de todo creyente. Este es el fruto de la caridad, fruto llamado a crecer por toda la eternidad. La fe, la esperanza, la caridad: son las tres virtudes teologales sobre las que se funda la existencia del cristiano. La mayor de todas ellas es la caridad.
San Juan, en la primera de sus Cartas, abunda en esta enseñanza del Apóstol:
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es. Todo el que tiene esta esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro.
Todo el que tiene clara conciencia del amor que Dios Padre le tiene, todo el que se sabe hijo de Dios, todo el que tiene la esperanza de ser semejante a Dios porque llegará a verlo tal cual es, se purifica a sí mismo como Dios es puro. La esperanza de ver a Dios cara a cara, de conocerlo como Él nos conoce, es una fuerza muy poderosa para purificarse a sí mismo, para vivir la caridad, porque la caridad purifica el corazón.
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