Meditación sobre Lc 6,43–49
Llegamos al final del Discurso en el llano. El Señor nos va a revelar el misterio del corazón del hombre:
“No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni tampoco árbol malo que dé buen fruto. Pues cada árbol se conoce por su fruto; no se recogen higos de los espinos, ni se vendimian uvas del zarzal. El hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el malo de su mal tesoro saca lo malo: porque de la abundancia del corazón habla su boca”.
El mensaje es claro: cada árbol se conoce por su fruto. Y aplicarlo a nuestra vida es sencillo: el hombre bueno del buen tesoro de su corazón saca lo bueno. ¿Y quién ha puesto lo bueno en el corazón de ese hombre para que pueda sacarlo? Dios Padre, porque solo Dios es bueno. Así se lo dijo Jesús a cierto personaje distinguido que le preguntó:
“Maestro bueno, ¿qué puedo hacer para heredar la vida eterna?” Le respondió Jesús: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino uno solo: Dios”.
Solo Dios es bueno, y sus mandamientos son portadores de esa bondad. El que abre su corazón a la bondad de Dios –guardando sus mandamientos– es un hombre bueno; un hombre que atesora en su corazón la bondad de Dios, y es hecho capaz, por la bondad de Dios, de ir por el mundo haciendo el bien.
Lo importante es cuidar el corazón. El hombre vive desde el corazón. De la abundancia del corazón habla su boca. Hay que poner todos los medios para abrir nuestro corazón a la bondad de Dios y que atesore el buen tesoro. Ese tesoro se manifestará en las palabras y las obras. Así iremos abriendo espacio a la bondad de Dios en nuestro mundo, que es lo único que nuestro mundo necesita. La esperanza que Jesús tiene puesta en nosotros es que vivamos como Él vivió, abriendo nuestra vida a la bondad de Dios, y haciendo presente esa bondad en todos los rincones de este mundo.
Seguimos escuchando al Señor. Lo que nos va a decir ahora tiene una importancia extrema, porque es la conclusión de todo el Discurso en el llano:
“¿Por qué me llamáis: «Señor, Señor», y no hacéis lo que digo? Todo el que viene a mí, oye mis palabras y las pone en práctica, os diré a quién se parece. Se parece a un hombre que, al edificar una casa, cavó muy hondo y puso los cimientos sobre la roca. Al venir una inundación el río rompió contra aquella casa, y no pudo derribarla porque estaba bien edificada. El que oye y no pone en práctica se parece a un hombre que edificó su casa sobre la tierra, sin cimientos; rompió contra ella el río y enseguida se derrumbó, y fue tremenda la ruina de aquella casa”.
La clave del cristianismo es hacer lo que el Señor nos dice. Punto. Hacer solo y siempre lo que el Señor nos dice. Ahí nos lo jugamos todo. Por eso es tan importante la oración: el ir al Señor, escuchar sus palabras, y ponerlas en práctica. Para decirnos lo que tenemos que hacer ha venido el Hijo de Dios al mundo; y sus palabras son portadoras de la gracia necesaria para vivirlas,
Escuchas con atención las palabras de Jesús y la primera reacción es el asombro: ¿De dónde a mí tanto bien que el Señor haya venido a la tierra para encontrarse conmigo, invitarme a escuchar sus palabras, y darme el poder de ponerlas en práctica? ¿De dónde a mí que a Jesús le interese que pueda cimentar mi vida en sus palabras y permanecer con Él para la eternidad? Solo puede haber una razón: el amor que me tiene, ese amor que se manifiesta en todas y cada una de las palabras del Señor. Por eso, después del asombro, el agradecimiento; y el asombro y el agradecimiento convierten la vida del cristiano en una continua acción de gracias a Dios.
Escuchas al Señor y conoces que todas sus palabras resuenan en el horizonte de la salvación, en el horizonte de la vida eterna. Da igual que recurra a la metáfora de los árboles o de las edificaciones, o a cualquier otra metáfora – y utiliza no pocas–. Su mensaje siempre es: «mira, esto es lo que tienes que hacer si quieres que te resucite el último día». Porque su mensaje nos llega envuelto en el amor que nos tiene y en la esperanza de que escuchemos sus palabras y las vivamos.
Solo sobre las palabras del Señor podemos edificar nuestra vida para la eternidad. Son el único fundamento sólido. El mundo entero pasará, pero las palabras de Jesús no pasarán: el amor y la vida que de Dios nos viene en su Hijo Encarnado se abre a la eternidad. Todo lo que cimentemos en las palabras de Jesús permanecerá para siempre. Nada se perderá. El Señor nos invita a ir a Él, escuchar sus palabras y guardarlas en el corazón; meditarlas y vivirlas. Este es el programa de la vida cristiana. De cada uno depende acoger la invitación de Jesús. Siempre comparece la libertad.
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