Meditación sobre Lc 1,57-66
Después del relato de la visitación de María a Isabel, San Lucas nos dice:
Se le cumplió a Isabel el tiempo de dar a luz, y tuvo un hijo. Oyeron sus vecinos y parientes que el Señor le había hecho gran misericordia, y se congratulaban con ella.
Qué acontecimiento tan asombroso. En unas montañas perdidas de la tierra de Judea, se manifiesta la misericordia de Dios en una mujer de pueblo y, fruto de esta misericordia, Isabel dará a luz y la alegría envolverá toda aquella gente.
Inspirado por el Espíritu Santo, el evangelista comprende que la concepción y el alumbramiento del niño Juan, el que será llamado el Bautista, es una gran misericordia que el Señor ha hecho a su madre Isabel. ¿Solo a Isabel? No. A todos. Esta gran misericordia la ha hecho Dios a todos los cristianos, que debemos tantísimo a este hombre grande ante el Señor que es Juan; y esta gran misericordia la ha hecho Dios a todos los hombres que, a lo largo de los siglos, se alegran del nacimiento del Bautista.
La circuncisión del niño y el ponerle el nombre va a ser un acontecimiento preñado de sentido. Tanto Isabel como Zacarías van a dejar claro que el nombre de su hijo no es cosa suya, que eso ya lo ha decidido Dios:
Y sucedió que al octavo día fueron a circuncidar al niño, y querían ponerle el nombre de su padre, Zacarías, pero su madre, tomando la palabra, dijo: “No; se ha de llamar Juan”. Le decían: “No hay nadie en tu parentela que tenga ese nombre”. Y preguntaban por señas a su padre cómo quería que se le llamase; él pidió una tablilla y escribió: “Juan es su nombre”. Y todos quedaron admirados.
No, Zacarías, no; se ha de llamar Juan, porque ese es el nombre que responde a la voluntad de Dios. Juan es su nombre porque Dios se lo ha dado. Es lo que el Angel del Señor le reveló a Zacarías el día que, en el Templo de Jerusalén, le anunció el designio de Dios:
El ángel le dijo: “No temas, Zacarías, porque tu petición ha sido escuchada; Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan; será para ti gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento, porque será grande ante el Señor; no beberá vino ni licor; estará lleno de Espíritu Santo ya desde el seno de su madre, y a muchos de los hijos de Israel les convertirá al Señor su Dios; e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto”.
Qué misión tan asombrosa la que Dios tiene preparada para este niño que será grande ante el Señor, estará lleno de Espíritu Santo, e irá delante del Señor su Dios para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto. Y esta asombrosa misión está asociada al nombre de Juan. El nombre que Dios ha elegido identifica al Precursor. En ese nombre está contenida la elección y la misión de Juan Bautista. No es extraño que, en el tema del nombre, sus padres sean intransigentes. Están obedeciendo la voluntad de Dios, respetando su designio de Salvación, y respetando la grandeza e importancia que su hijo va a tener en la obra de la Redención.
Es asombroso lo que sucede en cuanto Zacarías pidió una tablilla y escribió: «Juan es su nombre»:
Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: “Pues ¿qué será este niño?” Porque, en efecto, la mano del Señor estaba con él.
Hablaba bendiciendo a Dios. Ahora todo está en orden. Cuando los acontecimientos culminan en que los hombres bendigan a Dios es que todo responde a su designio. Zacarías puede dar por bien empleado el tiempo en el que no pudo hablar; porque en esos meses de silencio se fraguó la confesión: «Juan es su nombre»; y se fraguó que su hablar sea para bendecir a Dios.
La gente de la montaña se preguntaba: «Pues ¿qué será este niño?». Los Evangelios nos irán contestando a esta pregunta. Y la historia de la Iglesia desarrollará esa respuesta.
En cierta ocasión, cuando Jesús estaba predicando, se puso a hablar de Juan a la gente:
“¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? ¡No! Los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: «He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará por delante tu camino». En verdad os digo que no ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista; sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan. Pues todos los profetas, lo mismo que la Ley, hasta Juan profetizaron. Y, si queréis admitirlo, él es Elías, el que iba a venir. El que tenga oídos, que oiga”.
Qué asombrosas palabras las de Jesús. Y, en medio de tales elogios a Juan, el Señor dice: “sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él”. Ya sabemos lo que el Señor espera de nosotros y hacia dónde tenemos que encaminar nuestros pasos.
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