Meditación sobre Jn 3,14-21
Después de la profunda revelación que nos ha dejado en su encuentro con Nicodemo acerca de la entrada en el Reino de Dios, Jesús nos sigue iluminando con unas palabras que solo Él puede pronunciar:
“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga la vida eterna”.
El acontecimiento de la serpiente al que se refiere Jesús está relatado en Nm 21, 4-9. Con la referencia a ese acontecimiento, el Hijo del hombre deja claro que será levantado en la Cruz para que todo el que eleve hacia Él la mirada iluminada por la fe tenga vida eterna. Creer en Jesús nos da el poder de reconocer en el Crucificado al Hijo Unigénito de Dios; abre nuestro ser a la vida que Jesús recibe del Padre y ha venido a traernos; nos da el poder de llegar a ser hijos de Dios en Él. ¿La razón de todo? Nos lo va a decir a continuación: el Amor que su Padre Dios nos tiene. ¿La clave? Ya nos lo ha dicho y nos lo va a volver a decir: creer en Él. ¿La finalidad? La vida eterna.
“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él”.
Qué poderosa revelación. En estas pocas palabras nos deja Jesús el misterio del cristianismo. Estas palabras del Hijo Unigénito se nos tienen que grabar en el corazón; y hay que dejar que vayan resonando a lo largo del día porque son extraordinariamente consoladoras.
Todo en el cristianismo tiene su origen en el Amor que Dios nos tiene. Por eso el Amor del Padre es el fundamento sólido sobre el que podemos edificar la vida para la eternidad; el único fundamento. Es la tierra fértil en la que podemos arraigarlo todo para que dé frutos de vida eterna; la única tierra. El cielo y la tierra pasarán; el Amor con que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ama, no pasará. El misterio de la Cruz y Exaltación de Cristo ha sellado ese Amor.
La fe en Jesucristo es la puerta que deja paso al Amor con el que Dios nos ama. El Hijo no es solo el testigo del amor del Padre, es el portador de ese amor. Por eso el Amor del Padre nos llega por la fe en Jesucristo. La vida eterna es el fruto de ese amor y de la fe.
La fe en Jesucristo es la obra de Dios en nosotros. Así nos lo dirá Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm:
“La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado”.
La obra de Dios tiene dos momentos: nos envía a su Hijo y nos lleva a la fe en Jesucristo. Solo el Padre puede enviarnos a su Hijo y solo el Padre puede llevarnos a conocer a su Hijo en el Niño de Belén, en el carpintero de Nazaret y en el Crucificado en el Calvario. No hay ciencia humana que nos pueda llevar desde Jesús de Nazaret hasta el Hijo Unigénito de Dios. La fe en Jesucristo es fruto del dejar obrar a Dios en nuestra alma.
Jesús nos revela el protagonismo que tenemos en el juicio.
“El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito Hijo de Dios. Y el juicio está en que vino la Luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”.
La clave es creer en Jesucristo. Ahí nos lo jugamos todo. Creer que Jesús es el único acceso al Amor salvador del Padre. Al final siempre se trata de la fe. El que no cree en el nombre del Unigénito Hijo de Dios ya está juzgado.
Qué antropología tan clara la que el Señor nos revela. En el hombre Jesús, en todas las dimensiones de su vida y, muy particularmente, en la Cruz y Resurrección, resplandece esa Luz que es Él; la única luz que puede iluminar el mundo y poner de manifiesto que nuestras obras están hechas según Dios. De cada uno depende acoger o no la Luz que es Jesucristo. Esa decisión, que se manifiesta en las obras, nos hace capaces de obrar la verdad. Por eso se puede decir que nuestras obras nos juzgan.
Qué profundas son las palabras de Jesús. Nos hablan de un misterio insondable: del misterio del amor de Dios por nosotros, del misterio de la fe en Él, del misterio de la Cruz y del juicio, del misterio de la vida eterna.
Que profundas y, a la vez, qué claras y consoladoras son las palabras de Jesús. De cada uno depende escucharlas, meditarlas en la oración y vivirlas. Si creemos en el Hijo que el Padre nos ha enviado, si acogemos al que es la Luz, iluminaremos el mundo con el amor de Dios. Y la fe nos dará el poder de obrar la verdad y de que nuestras obras estén hechas según Dios. Por eso, en último extremo, de lo único que tenemos que preocuparnos es de permanecer en el Amor que Dios nos tiene.
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