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Padre, ha llegado la Hora

Meditación sobre Jn 17,1-8

En el Cenáculo, justo antes de salir al encuentro con la Cruz, Jesús se dirige a su Padre Dios en una intensa oración. Es una página única. En los Evangelios, Jesús nos habla mucho de su Padre; aquí Jesús habla con su Padre. Esta conversación expresa los sentimientos con los que afronta su Pasión, y es, según San Juan, la puerta por la que va ha entrar en el misterio que culminará en la glorificación del Padre, en su propia glorificación, y en que pueda darnos la vida eterna. Esta oración de Jesús es una poderosa revelación:

Así habló Jesús, y levantando los ojos al cielo dijo: “Padre, ha llegado la Hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que Tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo”.

Ha llegado la hora que la humanidad esperaba desde el pecado del origen. Jesús pide al Padre que no le deje en poder de la muerte; que acoja la ofrenda que, por el Espíritu Eterno, le va a hacer de su vida. Jesús pide al Padre que le glorifique, que le dé el poder de dar la vida eterna a todos los que le ha dado; así el Hijo glorificará al Padre. En la vida de Jesús todo se ordena a la gloria de su Padre Dios.

   Jesús nos dice que la vida eterna, que dará a todo el que acepte ser un don que el Padre le hace, es que conozcamos al Padre, el único Dios verdadero, y al que el Padre ha enviado, Jesucristo. Qué importancia tiene el conocer en la revelación que Jesús nos deja. Es un conocer que es fruto de la fe y del amor. La fe nos lleva a conocer que Jesús es el Hijo Unigénito que el Padre nos ha enviado; y el amor nos lleva a comprender que Jesús está en su Padre, y nosotros en Él y Él en nosotros; y nos lleva a abrir el alma para que el Padre y el Hijo hagan morada en ella.

De este amor nos ha hablado Jesús un poquito antes:

“Dentro de poco el mundo ya no me verá, pero vosotros sí me veréis, porque Yo vivo y también vosotros viviréis. Aquel día comprenderéis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y Yo en vosotros.

   El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y Yo le amaré y me manifestaré a él...

   Si alguno me ama guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado”.

Este es el conocimiento al que se refiere Jesús en su oración. Es el conocimiento fruto de la comunión de vida.

Ahora el Señor nos va a dejar su biografía:

“Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese”.

Jesús viene de la gloria que tenía al lado de su Padre antes que el mundo fuese. Jesús ha glorificado a su Padre en la tierra viviendo la obediencia. Eso es la vida de Jesús: en Belén, en el taller de José, en los caminos de Galilea y en la Pasión. El amor obediente y humilde de Jesús al Padre va a transformar su vida en la tierra en gloria de Dios; nos va a hacer capaces de vivir dando gloria a Dios; y va a ser la razón de que el Padre lo glorifique con la gloria que tenía a su lado antes que el mundo fuese. Es el amor obediente y humilde de Jesús al Padre lo que tiene valor redentor en la Pasión de Cristo.

Ahora Jesús va a introducir a los discípulos en su conversación con el Padre:

“He manifestado tu Nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu Palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste”.

Qué palabras tan preciosas. Lo que Jesús ha hecho en la tierra ha sido manifestar que Dios es Padre; su Padre. En sentido propio, no figurado. Desde toda la eternidad. Él es el Hijo, el único que conoce al Padre y lo puede revelar.

   El Credo Niceno-Cons­tan­ti­nopolitano expresa admirablemente la relación entre el Padre y el Hijo:

Creo en un solo Dios,

Padre to­do­poderoso,

Creador del cielo y de la tierra,

de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo,

Hijo único de Dios,

nacido del Padre antes de todos los siglos:

Dios de Dios, Luz de Luz,

Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado,

de la misma naturaleza del Padre,

por quien todo fue hecho.

Para manifestarnos este misterio ha venido el Hijo de Dios. Y lo revela a los que el Padre le ha dado del mundo; a los que el Padre le ha confiado y que han guardado su Palabra. La clave de la vida del cristiano es guardar la Palabra del Padre.

   En el cristianismo todo gira alrededor del misterio del don: el Hijo es un don que el Padre nos hace y nosotros somos un don que el Padre hace a su Hijo. Ser cristiano es acoger el don del Padre –expresión de su Amor–; y guardar su Palabra.

   El que guarda la Palabra del Padre conoce que todo lo que Jesús tiene proviene del Padre y solo del Padre. Todo es divino en Jesús. Tanto en su naturaleza divina como en su naturaleza humana y en su misión de Hijo encarnado. Y lo conoce porque las palabras que el Padre ha dado a su Hijo encarnado, Jesucristo nos las ha dado. El que las recibe –nada de esto va con el mundo, que no recibe las palabras de Jesús– llega a conocer verdaderamente que Jesús, el Hijo, salió del Padre, y a creer que el Padre le ha enviado; que es de origen divino.

   La clave de la vida del cristiano es guardar la Palabra del Padre, y la Palabra del Padre se guarda cuando se reciben las palabras de Cristo Jesús, el Hijo encarnado, al que el Padre ha enviado al mundo para traernos las palabras que le ha dado –como ha venido a traernos el Amor con el que el Padre le ama y la vida que recibe del Padre–. Todo en el cristianismo es un misterio de amor y de fe.

   Jesús le dice al Padre: “las palabras que me diste se las he dado”. Esto es de una importancia extrema, porque si las palabras que Jesús nos dirigen no son la Palabra de Dios, no son las palabras que el Padre le ha dado y Él nos ha dado a nosotros, las palabras que, una vez recibidas, nos llevan a conocer que Jesús es verdaderamente el Hijo que ha salido del Padre y ha creer que el Padre nos lo ha enviado, entonces las palabras de Jesús no son palabras divinas; son palabras exclusivamente humanas, y no tienen la menor importancia.


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