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Padre, ha llegado la Hora

 Meditación sobre Jn 17,1-8

En el Cenáculo, justo antes de salir hacia Getsemaní, Jesús se dirige a su Padre Dios en una intensa oración. Esta oración expresa los sentimientos con los que Cristo afronta su Pasión, y es la puerta por la que Jesús va ha entrar en el misterio que culminará en la glorificación del Padre, en su propia glorificación, y en nuestra vida eterna. Esta oración de Jesús es una poderosa revelación:

Así habló Jesús, y levantando los ojos al cielo dijo: “Padre, ha llegado la Hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que Tú le has dado. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo.

   Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame Tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese”.

Ha llegado la hora que la humanidad esperaba desde el pecado del origen; desde aquella terrible hora la muerte ha tenido siempre la última palabra. Ha llegado la hora en la que se abre la esperanza de la vida eterna, la esperanza de que el hombre conozca al único Dios verdadero, y al que Él ha enviado, Jesucristo.

   Jesús pide al Padre que le glorifique, que es pedirle que acoja la ofrenda que, por el Espíritu Eterno, le va a hacer de su vida. Así el Hijo glorificará al Padre, dando vida eterna a todos los que el Padre le ha dado. Y la vida eterna es la participación en la vida del Padre y del Hijo, en la vida de la Santísima Trinidad. Fuera de esta vida todo está marcado con el sello de la muerte.

   Jesús nos deja su biografía: ha glorificado a su Padre en la tierra, llevando a cabo la obra que le encomendó realizar. De eso nos hablan los Evangelios. Eso ha sido la vida de Jesús: en Belén, en la familia Nazaret, en el taller de José, en los caminos de Galilea y de Judea, predicando en las sinagogas y en el Templo de Jerusalén. Ha llegado la hora de la plenitud: el amor obediente y humilde de Jesús al Padre va a transformar la Pasión en gloria de Dios; y va a ser la razón de que el Padre lo glorifique, junto a Él, con la gloria que tenía a su lado antes que el mundo fuese. Es el amor obediente y humilde de Jesús al Padre lo que tiene valor redentor en la Pasión de Cristo.

   Jesús es el Hijo Unigénito de Dios, el Amado del Padre desde antes de la creación del mundo, el que ha vivido siempre envuelto en el Amor del Padre. El resplandor de ese amor es la gloria que el Hijo ha tenido al lado del Padre desde la eternidad. Ahora le pide al Padre que revele, glorificándole, ese misterio de amor. La Resurrección y la Ascensión de Jesús nos manifiesta lo que ha sido la vida del Padre y el Hijo desde la eternidad.

Jesús nos va a decir cómo ha formado la primera comunidad de discípulos, de la que brotará la Iglesia. Si la Iglesia guarda estas palabras de Jesús, crecerá en extensión y en santidad.

“He manifestado tu Nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que Yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste”.

Esa ha sido la vida de Jesús y de sus primeros discípulos. Todo lo que Jesús ha dicho y ha hecho ha sido manifestar el Nombre de su Padre Dios. El Señor dice una cosa preciosa sobre cómo han recibido sus discípulos esa manifestación: “Tuyos eran, Tú me los confiaste y ellos han guardado tu palabra”. Por eso han conocido y creído que Jesús viene del Padre que nos lo ha enviado. Todo es sencillo. Todo sucede entre el Padre, el Hijo, y ese grupo de discípulos que aceptan el don que el Padre les hace del Hijo, y el ser un don que el Padre hace al Hijo.

   En el cristianismo todo se contiene en una palabra: la palabra «don». Una vez que has abierto tu corazón al don de su Hijo que te hace el Padre, Jesucristo será tu única riqueza; la única que se abre a la eternidad. Por eso, con tener lo suficiente para vivir dignamente, todo lo demás sobra. Fuera del don que el Padre nos ha hecho de su Hijo todo está marcado con el sello de la muerte. Y una vez que has aceptado que Dios te haga un don para su Hijo, vivir desde uno mismo y para uno mismo ya no tiene sentido; ya no te perteneces. Ahora se trata de vivir de Cristo y de vivir para Cristo.



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