Meditación sobre Jn 4,1-42
El marco del encuentro con la samaritana:
Cuando Jesús se enteró de que había llegado a oídos de los fariseos que él hacía más discípulos y bautizaba más que Juan –aunque no era Jesús mismo el que bautizaba, sino sus discípulos–, abandonó Judea y volvió a Galilea. Tenía que pasar por Samaria. Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José. Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo. Era alrededor de la hora sexta.
Estamos en el ámbito de la historia de los Patriarcas, una historia que, como todo en las Escrituras de Israel, culmina en Jesús. Juan se detiene en dos poderosos símbolos de vida: las aguas vivas y la luz del mediodía. Jesús, fatigado del camino, tiene sed. En este marco que el evangelista ha preparado con cuidado tiene lugar el encuentro con la Samaritana:
Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: “Dame de beber”. Pues sus discípulos se habían ido a la ciudad a comprar comida. Le dice la mujer samaritana: “¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?” –porque los judíos no se tratan con los samaritanos–. Jesús le respondió: “Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: «Dame de beber», tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva”.
«Dame de beber». Qué asombroso es que el Hijo de Dios se haya hecho hombre para pedir de beber a una mujer. Me parece que detrás de esa petición del Señor está el misterio de la Redención. Y me parece también que esta petición resuena en el desgarrador «Tengo sed» que Jesús, sabiendo que ya todo estaba cumplido y para que se cumpliera la Escritura, pronunció en la Cruz.
Jesús no entra en polémica con la samaritana, pero le dice lo que esta mujer puede entender en el contexto de su encuentro. Le revela que Él trae un don gratuito de Dios que tiene semejanza con el agua viva. Si se lo pide, se lo dará.
Pero acoger el don de Dios exige la conversión del corazón: reconocer el pecado, arrepentirse, pedir perdón, hacer penitencia y cambiar de vida. Parece que la samaritana no está dispuesta a esto.
Le dice la mujer: “Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva? ¿Es que tú eres más que nuestro padre Jacob, que nos dio el pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?” Jesús le respondió: “Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que Yo le dé no tendrá sed jamás, sino que el agua que Yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna”. Le dice la mujer: “Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla”.
La revelación que Jesús nos deja es muy poderosa. Jesús está hablando de la gracia: un agua viva que sacia la sed de vida plena del corazón del hombre y se convierte en fuente de agua que brota para vida eterna. De este misterio nos habla San Juan en el Prólogo:
Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad... Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.
Para darnos la gracia y la verdad ha venido el Hijo de Dios al mundo. Las palabras de la mujer samaritana dan pena.
Él le dice: “Vete, llama a tu marido y vuelve acá”. Respondió la mujer: “No tengo marido”. Jesús le dice: “Bien has dicho que no tienes marido, porque has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo; en eso has dicho la verdad”.
Jesús conoce lo que hay en el corazón humano. Sus palabras –que tienen una cierta ironía– son una invitación a la conversión. También esta vez la samaritana dejará pasar la oportunidad de abrirle el corazón al Señor. Ahora intentará, con una lisonja boba, desviar la conversación a un terreno neutral.
Le dice la mujer: “Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en este monte y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar”. Jesús le dice: “Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adorareis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad”. Le dice la mujer: “Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos lo explicará todo”. Jesús le dice: “Yo soy, el que te está hablando”.
Jesús, después de dejar claro que la salvación viene de los judíos –una aclaración que pide el honor de Israel–, vuelve a plantearle a la mujer el tema de la conversión. Porque lo que Jesús le dice – lo que nos dice a cada uno– es que si Dios no acepta su adoración, da igual el monte que elija; que al Padre se le adora en el altar del corazón; y que el Padre quiere que los que le adoren – los verdaderos adoradores– lo hagan en espíritu y en verdad, según el querer de Dios. No es un culto espiritualista que rechaza las manifestaciones públicas; se trata de un culto que se desarrolla bajo el impulso del Espíritu y de la verdad de Jesús.
San Pablo, que era judío y sabe de lo que habla, lo expresa con fuerza en la Carta a los Romanos:
Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodeis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.
Así, como de pasada, Jesús, el único que conoce al Padre, ha resuelto la interminable polémica de todas las religiones sobre los santuarios, los lugares sagrados y los modos de dar culto a Dios. Nos revela que sólo el corazón del hombre que adora a Dios en espíritu y en verdad es el «lugar sagrado» en el que se da el verdadero culto al Dios que es espíritu, el culto que responde al querer de Dios. Con la Encarnación del Hijo de Dios ha llegado la hora, ya estamos en ella, en la que podemos adorar a Dios como a Él le agrada.
Jesús se revela como el Mesías, el Hijo de Dios al que el Padre ha ungido con su Espíritu y ha enviado a esta mujer de Samaría para invitarla a abrir su corazón al don de Dios. Es la tercera vez que lo intenta. Ahora todo depende de ella. La mujer corta la conversación bruscamente aunque, como veremos enseguida, las últimas palabras de Jesús le han llegado muy dentro.
En esto llegaron sus discípulos y se sorprendieron de que hablara con una mujer. Pero nadie le dijo: “¿Qué quieres?” o “¿de qué hablas con ella?” La mujer, dejando su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente: “Venid a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?” Salieron de la ciudad e iban donde Él.
La sorpresa de los discípulos. La mujer lleva la noticia de su encuentro con Jesús a la ciudad e invita a sus conciudadanos a ir al encuentro de Jesús; y se pregunta si no será el Cristo. ¿Qué respondió la mujer a la pregunta que ella misma se hace y en la que se lo juega todo? No sabemos; como tantas veces el relato queda abierto para que nos sepamos involucrados: “¿Es Jesús mi Salvador?” No sabemos la respuesta de la samaritana, pero viendo el fruto que tiene el apostolado de esta mujer con sus conciudadanos y la profunda alegría de Jesús al ver que la gente va donde Él, es claro que el encuentro con Jesús cambió la vida de la mujer de Samaría.
El relato continúa. La revelación que vamos a escuchar a Jesús es poderosa:
Entretanto los discípulos le insistían diciendo: “Rabbí, come”. Pero Él les dijo: “Yo tengo para comer un alimento que vosotros no sabéis”. Los discípulos se decían unos a otros: “¿Le habrá traído alguien de comer?” Les dice Jesús: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra”.
Esta afirmación de Jesús sobre sí mismo contiene muchas otras, en las que declara su total obediencia al Padre: las palabras que nos dirige no son suyas, sino del Padre; no realiza sus obras, sino las del Padre; no hace su propia voluntad, sino la voluntad del que le ha enviado. Eso es lo que ha estado haciendo pacientemente con la samaritana, porque la voluntad de Dios es la salvación de todos.
Lo que ahora nos va a decir Jesús es precioso:
“¿No decís vosotros: Cuatro meses más y llega la siega? Pues bien, Yo os digo:
Alzad vuestros ojos y ved los campos,
que blanquean ya para la siega;
ya el segador recibe el salario,
y recoge fruto para vida eterna,
de modo que el sembrador se alegra
igual que el segador.
Porque en esto resulta verdadero el refrán: «Uno es el sembrador y otro es el que siega». Yo os envío a segar lo que vosotros no habéis trabajado; otros han trabajado y vosotros habéis entrado en su labor”.
Jesús alza sus ojos y se alegra viendo venir hacia Él a muchos samaritanos. Esos samaritanos son las primicias de los que creerán que Jesús es el Salvador del mundo. En la mirada en la que ve los campos que blanquean ya para la siega, Jesús nos ve a nosotros; ve una cosecha en la que el segador y el sembrador se alegran igualmente, porque reciben el salario y recogen fruto para vida eterna. En estas palabras del Señor está contenida la historia de la Salvación.
La samaritana ha sido sembradora en su ciudad:
Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Él por las palabras de la mujer que atestiguaba: “Me ha dicho todo lo que he hecho”. Cuando llegaron donde Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: “Ya no creemos por tus palabras, que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo”.
La misión de la mujer ha sido llevar aquellas gentes a Cristo. Esta es la labor del apóstol en la Iglesia. Sólo en el encuentro personal con Jesucristo brota la fe; sólo escuchando a Jesús en la oración y acogiendo sus palabras en la vida se puede llegar, con la ayuda de la gracia, a saber que es verdaderamente el Salvador del mundo.
Qué admirable relato. Todo comenzó con el encuentro de Jesús con una mujer de Samaría junto a un pozo. Y con una petición: “Dame de beber”. Ahora sabemos cuál es la sed profunda del corazón de Jesús.
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