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El encuentro con Nicodemo

 Meditación sobre Jn 3,1-21


Nicodemo es un hombre grande; un hombre que se portó de forma magnífica, junto con José de Arimatea, en el Descendimiento y en la Sepultura del Señor. Los dos tuvieron el gran honor de tomar el cuerpo de Jesús muerto, envolverlo en lienzos con los aromas, y depositarlo en el sepulcro. Fueron los últimos que pudieron manifestar su amor al Señor en esta tierra. Cuando, muy de mañana del primer día de la semana, las mujeres de Galilea lo intenten se encontrarán ya con Jesús Resucitado. San Juan nos cuenta el primer encuentro de Nicodemo con Jesús.


Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: “Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él”. Jesús le respondió: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios”.


Jesús va a lo esencial. Él, como bien dice Nicodemo, ha venido de Dios como maestro. Pero es un maestro especial, que nos da el poder de ser y de vivir lo que nos enseña. Su lección magistral es darnos una nueva vida, hacernos capaces de nacer de lo alto, de ver el Reino de Dios. ¿Para qué otra cosa nos lo enviaría Dios más que para que nos lleve a su Reino? Ver el Reino de Dios es lo único realmente importante en nuestra vida; es la esperanza que Dios tiene puesta en nosotros. 

   Jesús nos dice que para ver el Reino de Dios hay que nacer de nuevo, nacer de lo alto, nacer de Dios. Hay que dejarse transformar en un hombre nuevo. No podemos darnos la salvación a nosotros mismos; solo podemos recibirla como pura gracia de Dios. Jesús es el Salvador. No hay otro.


Dícele Nicodemo: “¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?” Respondió Jesús: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu”. 


Jesús ya nos ha dicho que hay que nacer de lo alto; ahora nos dice que hay que nacer de agua y de Espíritu. Este nacer del Espíritu del que habla Jesús es la razón de que Él haya venido al mundo; y será una realidad a partir de su Cruz y Resurrección, y del sacramento del Bautismo. 

   El nacer del Espíritu es el misterio central de nuestro ser cristianos. Como nos va a decir ahora el Señor, es un misterio que hay que aceptar y vivir en la fe, dejando que sea el Espíritu el que gobierne nuestra vida de hijos de Dios. 


Respondió Nicodemo: “¿Cómo puede ser eso?” Jesús le respondió: “Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo?”.


Un maestro en Israel debería conocer que el hombre ha nacido de la carne y es carne, que no puede darse la salvación a sí mismo, que tiene que nacer de nuevo, nacer del Espíritu, para poder llegar al Reino de Dios. Esto está claramente expresado en numerosos pasajes de las Escrituras de Israel. Nicodemo debería conocer estas «cosas de la tierra» y aceptar en la fe las palabras de Jesús cuando se las explica. 

   Distinto es el tema de las «cosas del cielo». Estas cosas Jesús no las explica, sino que las revela; y no son cosas que baste con entender, sino que el Señor tiene que hacernos capaces de vivirlas; tenemos que nacer del Espíritu, llegar a ser espíritu: “Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu”


Ahora la revelación del Señor se hace especialmente profunda. Lo que nos va a manifestar –solo Él puede hacerlo– es el corazón de la fe cristiana. En acoger o rechazar sus palabras nos lo jugamos todo. Siempre el respeto que Dios tiene por nuestra libertad:


“Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga la vida eterna”. 


El acontecimiento de la serpiente al que se refiere Jesús está relatado en el libro de los Números, capítulo 21 versículos 4-9. Con la referencia a ese acontecimiento, el Hijo del hombre deja claro que será levantado en la Cruz, para que todo el que eleve hacia Él la mirada de la fe tenga vida eterna. La fe en Jesús nos da el poder de reconocer en el Crucificado al Hijo Unigénito de Dios; y abre nuestro ser a la vida que Jesús recibe del Padre y ha venido a traernos; a darnos el poder de llegar a ser hijos de Dios en Él. ¿La razón de todo? El amor de Dios:


“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”. 


Qué poderosa revelación. En estas pocas palabras nos deja Jesús el misterio del cristianismo. Estas palabras del Hijo Unigénito se nos tienen que grabar en el corazón; y dejar que vayan resonando a lo largo del día. 

   Todo arranca del amor de Dios Padre. El Hijo no es solo el testigo del amor del Padre; es el portador de ese amor. Por eso el amor del Padre nos llega por la fe en Jesucristo, el Hijo único de Dios, la expresión última del amor que el Padre nos tiene. El amor del Padre es el fundamento sólido sobre el que podemos edificar la vida para la eternidad; el único fundamento. Es la tierra fértil en la que podemos arraigarlo todo para que dé frutos de vida eterna; la única tierra. El cielo y la tierra pasarán; el amor con que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos ama, no pasará. El misterio de la Cruz y Exaltación de Cristo ha sellado ese Amor. 


“Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito Hijo de Dios”. 


Qué revelación tan consoladora. Lo que Dios quiere es nuestra salvación. Jesucristo es la única instancia de salvación. La fe en Él es el único acceso al amor salvador del Padre. Al final siempre se trata de la fe. El que no cree en el nombre del Unigénito Hijo de Dios ya está juzgado.


Jesús nos revela el protagonismo que tenemos en el juicio: 


“Y el juicio está en que vino la Luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”.


Qué antropología tan clara la que el Señor nos revela. En el hombre Jesús, en todas las dimensiones de su vida y, muy particularmente, en la Cruz y Resurrección, resplandece esa Luz que es Él; la única luz que puede iluminar el mundo y poner de manifiesto que nuestras obras están hechas según Dios. De cada uno depende acoger o no esa Luz que es Jesucristo. Esa decisión, en la que nos lo jugamos todo, se manifiesta en las obras, y nos hace capaces de obrar la verdad. Por eso se puede decir que nuestras obras nos juzgan. 


Qué profundas son las palabras de Jesús. Nos hablan de un misterio insondable: del misterio del amor de Dios por nosotros, del misterio de la vida eterna, y del misterio de la Cruz y del juicio. Que profundas y, a la vez, qué claras y consoladoras son las palabras de Jesús. De cada uno depende escucharlas en la fe, meditarlas en la oración, y vivirlas. Si creemos en el Hijo que el Padre nos ha enviado, si acogemos al que es la Luz, iluminaremos el mundo con el amor de Dios. Y el amor de Dios nos dará el poder de que nuestras obras estén hechas según Dios. Por eso, en último extremo, de lo único que tenemos que preocuparnos es de permanecer en el amor que Dios nos tiene. Así seremos capaces de pasar por el mundo haciendo el bien, haciendo presentes las obras de Dios.



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