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La palabra de Dios vino sobre Juan

 Meditación sobre Lc 3,1-20

La entrada en escena del Bautista:

El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la región de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdote Anás y Caifás, la palabra de Dios vino sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

El año indicado puede ser el 27/28 o el 28/29. Ungido con la palabra de Dios, Juan Bautista entra en la historia de la Salvación rodeado de personajes siniestros. Con la presencia de estos personajes se dibuja ya, con fuerza, la sombra de la Cruz de Cristo.

La palabra de Dios es fuerza que pone en marcha a Juan, y sabiduría que le dice lo que tiene que predicar. Y la palabra de Dios, que ya había resonado a lo largo de los siglos por los Profetas de Israel nos revela, ahora con la colaboración de Juan, que la voluntad de Dios es que nos convirtamos de nuestros pecados y creamos en el Salvador que nos envía:

Y recorrió toda la región del Jordán predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, tal como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:

Voz del que clama en el desierto:

Preparad el camino del Señor,

enderezad sus sendas;

todo barranco será rellenado,

todo monte y colina será rebajado,

lo tortuoso se hará recto

y las asperezas serán caminos llanos.

Y todos verán la Salvación de Dios.

Dios, mediante su palabra, gobierna la historia de la Salvación. Lo que había anunciado por medio del profeta Isaías se cumplió siglos después: la voz de Juan Bautista es la voz del que clama en el desierto. Y esta voz, del modo que solo Dios sabe, envolverá el mundo entero, porque la Salvación de Dios llegará a todo hombre que quiera verla, y a todo el quiera escuchar la invitación a preparar la llegada del Salvador.

   La palabra de Dios, que tantos siglos antes vino sobre Isaías, viene ahora sobre Juan. Así tenemos la seguridad de que el oráculo de Isaías hace referencia y alcanza su cumplimiento en Jesús de Nazaret. La voz de los profetas de Israel, que durante siglos han estado clamando en el desierto que Dios iba a enviar su Salvación no se ha perdido; y no se ha perdido la invitación de estos hombres a preparar la venida del Salvador con la conversión del corazón para el perdón de los pecados.

   Juan es el último de esa serie admirable de profetas de Israel. Él, no solo anuncia la venida de la Salvación de Dios, sino que va a señalar con el dedo al Salvador, a Jesús de Nazaret, el Hijo de María, del que San Lucas nos ha hablado ya tanto.

Juan es consciente de que está en juego la Salvación; y es consciente de que la conversión de los israelitas que acuden a él no va a ser fácil, porque esa gente está muy pagada de sí misma, de saberse hijos de Abraham y de sus propias tradiciones. Por eso es tan duro el lenguaje del Bautista:

Decía, pues, a la gente que acudía para ser bautizada por él: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente? Dad, pues, frutos dignos de conversión, y no andéis diciendo en vuestro interior: «Tenemos por padre a Abraham»; porque os digo que puede Dios de estas piedras dar hijos a Abraham. Y ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego”.

Los buenos frutos, los frutos que nos aseguran la salvación, son los frutos dignos de conversión. Esa es la clave. Son frutos que brotan de un corazón humilde, que ama a Dios y guarda sus mandamientos, de un corazón que se sabe pecador, de un corazón que tiene la certeza que su Dios es grande en perdonar.

   El destino del árbol que no dé buen fruto es terrible: será cortado y arrojado al fuego. Juan, como los profetas de Israel, utiliza un lenguaje fuerte para que seamos conscientes de lo que está en juego. Tenemos que agradecer a Juan y a los demás profetas que nos tomen en serio, que nos adviertan con claridad que, si no escuchamos la repetida invitación que nos hacen a volvernos a Dios, estamos caminando hacia la condenación eterna. Tenemos que agradecerles que nos revelen que la vida no es un juego, que nuestro tiempo en este mundo es tiempo de conversión, que ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles.

   Juan se dirige a la gente que acude a él con palabras rotundas. La serpiente era para los judíos el tipo de la astucia y la prudencia. Quizá muchos de aquellos hombres pensaban que, como eran hijos de Abraham, eso les bastaba para acudir al bautismo de Juan, que veían como un rito externo más de su religión; un rito que no exigía la conversión radical de vida. Quizá pensaban que así podrían escapar de la justicia de Dios. Juan les desengaña.

La gente entiende el lenguaje de Juan; entiende que no importa ser descendiente de Abraham, que lo que para Dios importa es dar frutos dignos de conversión. La gente entiende que Juan es un hombre de Dios, y a Dios solo le interesa que lo que tenemos que hacer lo hagamos; y lo que tenemos que hacer es guardar sus mandamientos. Esto es lo que van a preguntar al profeta de Dios:

La gente le preguntaba: “Pues ¿qué debemos hacer?” Y él les respondía: “El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo”. Vinieron también publicanos a bautizarse, y le dijeron: “Maestro, ¿qué debemos hacer?” Él les dijo: si “No exijáis más de lo que os está fijado.” Preguntáronle también unos soldados: “Y nosotros ¿qué debemos hacer?” Él les dijo: “No hagáis extorsión a nadie, no hagáis denuncias falsas, y contentaos con vuestra soldada”. 

La respuesta de Juan a los primeros que le preguntan es bien clara: vivir la caridad. Solo así se abre nuestro corazón al Amor de Dios. San Pablo, en el himno a la caridad de la primera Carta a los Corintios, lo expresa admirablemente: si no tengo caridad, nada me aprovecha. 

   Ante la pregunta de los publicanos y los soldados Juan nos dice que hay que vivir la justicia en el ámbito profesional. Trabajar con honradez y competencia profesional es manifestación de la caridad.

   Juan está sentando las bases del cristianismo. Lo que el profeta Isaías ha expresado con un himno de tanta belleza, Juan lo dice con el lenguaje de la gente sencilla: para ver la salvación de Dios, para abrir la vida al Salvador que llega, lo que tienes que hacer es trabajar con competencia y con honradez; y vivir la caridad con el necesitado. La cosa no puede ser más humana. Este es el genio del cristianismo.

Ahora Juan nos va a hablar de Cristo Jesús; nos va a revelar algún aspecto de su misterio:

Como el pueblo estaba expectante y todos se preguntaban en su interior si acaso Juan no sería el Cristo, Juan salió al paso diciéndoles a todos: “Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatarle la correa de las sandalias: Él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. Él tiene el bieldo en su mano para limpiar su era y recoger el trigo en su granero, y quemará la paja con un fuego que no se apaga”.

Juan se sabe el Precursor; sabe que su bautismo con agua es un signo, y sabe que él no es el Juez. Y Juan sabe que Cristo, el que es más poderoso que él, está a punto de llegar. Cristo Jesús nos bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. Y será el Juez que limpiará su era, recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja con un fuego que no se apaga. Para todo esto ha venido el Hijo de Dios al mundo.

Lo que ahora nos dice el evangelista es profundamente triste:

Con estas y otras muchas exhortaciones anunciaba al pueblo la buena nueva. Pero el tetrarca Herodes, reprendido por él a causa de Herodías, la mujer de su hermano, y por todas las maldades que había cometido, añadió a todas ellas la de encerrar a Juan en la cárcel.

Juan, el hombre que ha vivido para hacer la voluntad de Dios, que ha gastado su vida para anunciar al pueblo la buena nueva de la llegada del Salvador –que es la única realidad verdaderamente buena y verdaderamente nueva en la historia de la humanidad–, es encerrado en la cárcel por voluntad de un personaje patético. Qué misterio tan incomprensible es la historia de los hombres.


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