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Bautismo de Jesús

 Meditación sobre Lc 3,21–22

San Lucas cierra la historia de Juan Bautista diciéndonos:

Herodes, el tetrarca, reprendido por él a causa de Herodías, la mujer de su hermano, y a causa de todas las malas acciones que había hecho, añadió a todas ellas la de encerrar a Juan en la cárcel.

Ahora el evangelista vuelve un poco atrás para relatarnos el inicio de la vida pública de Jesús. San Lucas nos va a decir que el pueblo acude al Jordán para dejar en lo profundo de las aguas –el abismo– sus pecados; ese es, me parece, el sentido del bautismo de Juan. Y Lucas nos va a decir también que Jesús acude al Jordán para encontrarse con los pecados de Israel y cargar con ellos. Es un símbolo de lo que sucederá en el Calvario, en el verdadero Bautismo de Jesús –su Bautismo de Sangre–, donde descenderá hasta las raíces del pecado del mundo para expiarlo y reconciliarnos con su Padre Dios.

Sucedió que cuando todo el pueblo estaba bautizándose, bautizado también Jesús y puesto en oración, se abrió el cielo y bajó sobre Él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma; y vino una voz del cielo:

“Tú eres mi Hijo, el Amado,

en ti me he complacido”.

Jesús puesto en oración. Qué importancia tienen estas continuas referencias de San Lucas a la oración de Jesús. Jesús vive desde el Padre, no desde sí mismo; Jesús vive en la oración. Y, bautizado en medio del pueblo y puesto en oración, Jesús ve que el cielo se abre. Y del cielo recién abierto –el pecado del origen lo había cerrado– viene la voz del Padre, que nos revela el misterio de Jesús. Solo el Padre puede hacerlo, porque solo el Padre conoce al Hijo; y el Padre nos dice que Jesús de Nazaret, el hijo de María, es su Hijo, el Amado. El Padre solo tiene un Amor: el Amor con el que ama a su Hijo; y nos lo ha enviado para introducirnos en ese Amor.

   San Pablo, en la Carta a los Colosenses expresa de forma admirable la obra de Dios Padre:

Dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho dignos de participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su Amor, en quien tenemos la Redención, el perdón de los pecados.

El designio del Padre al enviarnos a su Hijo es liberarnos del poder del pecado y trasladarnos «al Reino del Hijo de su Amor»; hacernos, en Cristo Jesús, partícipes de la naturaleza divina; darnos el poder de llegar a ser sus hijos amados y la capacidad de vivir complaciéndolo. Desde luego nuestra vida no puede ser más que una continua acción de gracias al Padre. Pero hay una pregunta: ¿Cómo podemos vivir complaciendo a nuestro Padre Dios?

Del cielo abierto ha bajado también sobre Jesús el Espíritu Santo. Cuando, como había anunciado el Bautista, Jesús Resucitado nos bautice en Espíritu Santo y fuego, entonces podremos responder a la pregunta sobre cómo vivir complaciendo al Padre: viviremos como hijos amados en los que el Padre de de nuestro Señor Jesucristo se complace si dejamos que el Espíritu Santo nos guíe; nos lleve a pasar siempre por el Corazón de Jesús; y a recorrer día a día el camino de su Humanidad Santísima. Eso es lo que ha hecho la Madre de Jesús, la única persona humana que ha tenido docilidad verdadera y plena al Espíritu Santo. La Asunción de María es la prueba que Dios nos da de que así se le complace.


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