Meditación sobre Lc 11,1-4
Nos dice San Lucas:
Y sucedió, que hallándose Él orando en cierto lugar, así que acabó le dijo uno de los discípulos: “Señor, enséñanos a orar, como también Juan enseñó a sus discípulos”.
Ver orar a Jesús debía ser algo conmovedor. Por eso la petición de ese discípulo es una petición que cada cristiano tiene que hacer propia. Solo la oración que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, dirige al Padre es verdadera oración. Por eso solo Jesús puede enseñarnos a rezar y solo Él, introduciéndonos en su oración, puede hacernos capaces de rezar como hijos de Dios.
Él les dijo: “Cuando oréis, decid:
Padre,
santificado sea tu Nombre,
venga tu Reino.
Danos cada día nuestro pan cotidiano;
y perdónanos nuestros pecados,
porque también nosotros perdonamos
a todo el que nos debe;
y no nos dejes caer en tentación”.
Jesús nos dice: Cuando oréis, decid: Padre. Solo Jesús puede llamar «Padre» a Dios en sentido propio, porque es el Hijo Unigénito, de la misma naturaleza del Padre. Para que podamos llamar «Padre» a Dios –no en sentido figurado o metafórico–, el Hijo tiene que hacernos partícipes de su naturaleza divina e introducirnos en su oración. Para eso ha venido al mundo el Hijo de Dios al mundo.
Luego Jesús nos dice que le pidamos a nuestro Padre Dios: santificado sea tu Nombre. Dios es Santo; solo Él es Santo y de Él procede toda santidad. Cuando Jesús nos enseña a pedirle al Padre que sea santificado su Nombre, lo que nos está diciendo es que le pidamos la gracia necesaria para vivir, cada vez más plenamente, nuestra filiación divina, para manifestar, con nuestra vida de hijos, la santidad de nuestro Padre Dios. Así podremos iluminar el mundo y hacerlo verdaderamente humano.
Con Jesús ha venido el Reino de Dios al mundo; ese Reino crecerá hasta que Dios sea todo en todas las cosas. Cuando le pedimos al Padre: venga tu Reino, nos comprometemos a colaborar con Jesús en la edificación del Reino de Dios en el mundo y, muy particularmente, a luchar para que Dios reine en nuestro corazón y en todas las dimensiones de nuestra vida.
Luego Jesús nos dice que le pidamos a Dios: Danos cada día nuestro pan cotidiano. Esta petición, como las demás, es una confesión de fe: la vida solo la podemos recibir de manos del Dios vivo y dador de vida. De sus manos recibimos el pan de trigo, el pan de su Palabra y el pan de la Eucaristía. Y pedimos a Dios el pan de cada día. Así aprendemos a vivir con la libertad de la gloria de los hijos de Dios.
Después de estas tres primeras peticiones, le llega la hora al perdón: y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe. Esta petición expresa la fe del cristiano en que su Dios es grande en perdonar. Y la certeza de que el perdón de Dios transforma nuestros corazones y nos hace capaces de perdonar. Si nosotros no nos alegramos en perdonar, es señal de que hemos cerrado el corazón al perdón con el que Dios quiere perdonarnos.
La petición que cierra la oración es extraordinariamente reveladora: y no nos dejes caer en tentación. Jesús nos revela que el único verdadero mal es el pecado. Por eso necesitamos pedir al Padre que nos proteja para que no enfilemos el camino que nos puede llevar a la condenación eterna. Le pedimos que no nos abandone en la tentación y que nos dé la gracia necesaria para no llegar a pecar.
Con esta petición Jesús nos enseña que la misericordia de Dios, no solo nos perdona los pecados cometidos, sino que nos protege para que no pequemos. ¿Por qué no somos mucho más pecadores? Porque la misericordia de Dios nos ha defendido. Ante la terrible potencia del mal en el mundo, ¿qué habría sido de nosotros si nuestro Padre no hubiera escuchado esta oración que Jesús nos ha enseñado y nos ha hecho capaces de rezar?
En esta oración que Jesús nos enseña está contenida nuestra vida. Por eso, además de agradecer al Señor el poder rezarla, hay que pedirle la gracia necesaria para hacer honor a esta oración y vivir lo que pedimos al Padre.
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