Meditación sobre Sal 27,1-4
El comienzo del Salmo 27 es una poderosa revelación de la naturaleza de Dios, una preciosa oración, y un firme acto de fe. ¿Quién es el autor de esta revelación? ¿el salmista? No. La ciencia y la piedad humana no puede llegar al misterio de Dios. El autor es el Espíritu Santo. Como es el autor de todas esas magníficas revelaciones de las que está cuajado el Salterio.
De David.
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién he de temer?
El Señor es el refugio de mi vida,
¿por quién he de temblar?
Tres revelaciones de quién es mi Dios: Dios es mi Luz, Dios es mi Salvación, Dios es el Refugio de mi vida. Siendo esto así, ¿a quién voy a temer? ¿quién me hará temblar? Nadie. El contraste entre mi Dios y esas criaturas que pudieran atemorizarme es tan grande que puedo vivir tranquilo; sin miedo a nada ni a nadie.
Es curioso. El que el hombre pueda vivir sin temor y sin miedo, el que su vida se abra a la eternidad, no es fruto de nada humano: ni de la fuerza, el poder, la riqueza, o la ciencia humana. Es fruto del amor que Dios nos tiene; ese amor que le hace luz, salvación, refugio, de cada uno de nosotros
Esta consoladora confesión de fe del salmista llegará a su plenitud –plenitud de una dimensión insospechada–, cuando Jesús nos revele que Él es la Luz del mundo, que es la Resurrección, y que es el buen Pastor. Con Jesucristo estamos seguros; no hay nada que temer.
El Salmo desarrolla la seguridad que nos da el que Dios sea el refugio de nuestra vida:
Cuando se me acercan malhechores
para devorar mi carne,
son ellos, mis adversarios y enemigos,
los que tropiezan y sucumben.
Aunque acampe contra mí un ejército,
mi corazón no teme;
aunque estalle una guerra contra mí,
estoy seguro en ella.
El salmista recurre a metáforas fuertes para expresar la total confianza que tiene en Dios, y la seguridad de que su Dios le protegerá de todos los peligros. Pero expresa también, como tantos Salmos, la terrible realidad del poder de los enemigos que le acechan. Las expresiones resaltan con viveza la situación de cualquier hombre que quiera ser fiel a Dios.
En el Cenáculo, a punto de encaminarse a su Pasión, el Señor, después de mandarnos que nos amemos unos a otros, nos revela el misterio del odio del mundo:
“Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque Yo al elegiros os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: El siervo no es más que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi Palabra, también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán por causa de mi Nombre, porque no conocen al que me ha enviado. Si Yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia, odia también a mi Padre”.
El odio del mundo a Dios Padre descarga sobre Jesucristo, y el odio a Jesucristo descarga sobre el cristiano. La Cruz de Cristo es el horizonte para entender estos textos del justo perseguido que son tan frecuentes en los Salmos.
El final de esta primera parte del Salmo es conmovedor:
Una cosa pido al Señor,
solo esta busco:
habitar en la Casa del Señor,
todos los días de mi vida,
para contemplar la belleza del Señor
y admirar su Templo.
Jesús responderá a este nobilísimo deseo del salmista de un modo inimaginable. En las palabras que dirige a sus discípulos en el Cenáculo da la impresión que Él ha venido al mundo para satisfacer los deseos del corazón de este hombre. Habla Jesús:
“No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté Yo estéis también vosotros. Y adonde Yo voy sabéis el camino”.
Estas palabras de Jesús dan respuesta a tantísimos textos de las Escrituras de Israel donde se manifiesta el deseo de conocer a Dios, de verle cara a cara, de habitar en la Casa del Señor. Todos estos deseos, y muchos otros similares, encuentran su satisfacción en Jesucristo.
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