Meditación sobre Jn 20,19-23
En el Cenáculo, cuando está a punto de dirigirse al encuentro con la Cruz, Jesús dice a sus discípulos:
“Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: «Me voy y volveré a vosotros»”.
Jesús ha venido al mundo a darnos su paz; la paz que el mundo no puede dar, pero que tampoco puede quitarnos, porque es la paz con su Padre Dios. Los muchos mártires de la vida de la Iglesia son testigos –es lo que «mártir» significa– de que el mundo no puede quitar a un cristiano la paz que Cristo le ha dejado. Es la paz que Jesús se dispone a ganar en el combate de la Cruz; por eso les ha dicho a sus discípulos: «Me voy y volveré a vosotros». Cuando nos haya reconciliado con su Padre Dios como hijos –que es la única verdadera paz, la paz que se abre a la eternidad–, volverá para dejárnosla. Lo hará en el atardecer del día de la Resurrección, en el primer encuentro con sus discípulos:
Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, con las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos cerradas por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo:
“La paz esté con vosotros”.
Y dicho esto les mostró las manos y el costado.
La paz que el Crucificado y Resucitado nos trae estará en su Iglesia para siempre. Jesús muestra a sus discípulos las heridas de la Cruz. Esas llagas son, en el cuerpo del Resucitado, el testimonio de que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, que con sus heridas hemos sido curados. La Sangre que ha brotado de esas heridas tiene el poder de reconciliarnos con Dios; tiene el poder de hacernos hijos de Dios y de darnos la paz con Él, que es la fuente de toda verdadera paz.
El relato continúa:
Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez:
“La paz con vosotros.
Como el Padre me envió,
también Yo os envío”.
Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
“Recibid el Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados;
a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos”.
Como el Padre le envió a traernos la paz, así nos envía Él, con la asistencia del Espíritu Santo, a llevar su paz al mundo. La Iglesia es la portadora de la paz de Cristo. Por eso el «Podéis ir en paz» con que termina la Santa Misa. Esta invitación debe poner su sello en nuestro corazón y en nuestra conducta. La Iglesia nos envía al mundo para que llevemos la paz del Señor, que es lo único que verdaderamente este mundo nuestro necesita.
Todo es una admirable muestra de la confianza que Jesús tiene en nosotros; una confianza que contiene la responsabilidad de contribuir a la paz del mundo con nuestra propia vida. La paz que el Resucitado nos trae se encuentra con la alegría de sus discípulos. La alegría de llevar la paz al mundo es una alegría que ya nada ni nadie podrá quitarle a la Iglesia de Jesucristo. Es la única alegría que nos viene de Dios y que se abre a la eternidad.
El Hijo ha llevado a cabo la misión que el Padre le ha encargado. Las heridas de las manos y el costado en su Cuerpo Resucitado son el testimonio irrefutable de su amor y obediencia al Padre, y de que ese amor obediente y humilde nos han ganado la paz con Dios. Con un lenguaje un poco oscuro, Jesús nos dice que la eternidad nos la jugamos en acoger o no la paz que Él nos ha ganado en el combate de la Cruz. Siempre la libertad.
Éste es el día glorioso que la humanidad esperaba desde el pecado del origen. De ese «soplo» del Señor Resucitado y de sus palabras brota el Sacramento de la Reconciliación, que ha llenado de paz y alegría el corazón de tantas personas a lo largo de los siglos. ¿Qué sería nuestra vida sin este misterio? ¿Qué sería nuestra vida sin poder ser perdonados de todas nuestras ofensas a Dios, sin poder expiar el mal cometido, sin poder perdonar y reparar el daño que hemos hecho a otras personas? ¿Qué sería nuestra vida sin poder recuperar la paz con Dios y sin poder llevar esta paz al mundo?
Las huellas de la Pasión en el cuerpo de Jesús Resucitado nos garantizan que hemos sido perdonados de nuestros pecados, que hemos sido reconciliados con Dios. Y nos garantizan también que, uniendo nuestros trabajos, fatigas, dolores y sufrimientos, a los de Cristo, cooperamos con Él para traer la paz al mundo. Dios acepta esa cooperación nuestra.
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