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Revestíos del hombre nuevo

 Meditación sobre Col 3,9-15


En el comienzo de la Carta a los Colosenses San Pablo nos invita a vivir dando gracias a Dios por la obra de la Redención:


Dando con alegría gracias al Padre que os ha hecho dignos de participar en la herencia de los santos en la luz. Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su Amor, en quien tenemos la Redención, el perdón de los pecados.


Es una página especialmente profunda sobre el designio de Dios, que tiene en su origen el Amor del Padre a su Hijo y a nosotros, y cómo el pecado ha condicionado este designio. Una vez que el pecado entró en el mundo, para trasladarnos al Reino del Hijo de su Amor, el Padre ha tenido que reconciliarnos con Él en Jesucristo, liberarnos del poder de las tinieblas, y concedernos la Redención y el perdón de los pecados. Para introducirnos en el Amor con el que el Padre le ama a Él, Cristo ha pagado el precio de su Sangre. 

   Ser cristiano es vivir dando, con alegría, gracias al Padre, que nos ha hecho dignos de participar en la herencia de los santos en la luz. De cómo se crece en esa dignidad nos habla el Apóstol: 


Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador, donde no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos.

   Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. 

   Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos. 


Solo una persona humana está ya plenamente en el Reino del Hijo del Amor del Padre. Es la Madre de Jesús. Solo Ella nos puede ayudar a recorrer el  camino a ese Reino, el camino en el que, día a día, nos vamos revistiendo del hombre nuevo. Solo de la Madre de Jesús podemos aprender a revestirnos de entrañas de misericordia. En Jesús ha venido al mundo la plenitud de la misericordia de Dios, y su Madre recibió esta misericordia en sus entrañas. Y la historia de la Iglesia es testimonio más que poderoso de la confianza que los cristianos de todos los tiempos tenemos en las entrañas de misericordia de nuestra Madre. Ella nos enseñará a vivir cada vez más profundamente como elegidos de Dios, santos y amados.

   Y a revestirnos de bondad, ¿quién nos va a enseñar? María, claro. Ella es la «Llena de gracia»; todo en Ella es pura bondad de Dios. ¿Cuánto bien ha hecho la Virgen desde su Concepción? ¿Cuánta bondad ha derrochado en el mundo entero? Es completamente inimaginable. Jesús nos la dio por Madre para que nos enseñase a pasar por este mundo haciendo el bien. Y ésta es la experiencia universal en la Iglesia: la Madre de Jesús nunca deja en nuestro corazón nada que no sea pura bondad, deseo de vivir haciendo el bien.

   Cuando María, recién embarazada de Jesús, fue a visitar a su pariente Isabel y abrió su corazón en el Magnificat, exclamó:   

“Proclama mi alma la grandeza del Señor, 

se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador,  

porque ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava”. 

Es como si el Hijo de Dios hubiera venido al mundo en la mirada de su Padre a la humildad de María. Qué misterio tan insondable es la humildad de la Madre de Jesús. Qué importancia tiene en la vida de la Iglesia y en el culto a la que se declara esclava del Señor. ¿Qué otra persona humana nos puede enseñar a revestirnos de humildad para dejar obrar a Dios, nuestro Salvador?

   Contemplas a la Madre de Dios en ese riquísimo patrimonio de pintura y escultura que es el tesoro de la Iglesia de todos los tiempos y lugares –verdadero regalo que Dios nos ha hecho–, y el rasgo dominante es, me parece, la mansedumbre. Es como si todos los artistas se hubieran puesto de acuerdo para destacar ese rasgo. Ya sea María niña, o en la Anunciación, o con su Hijo en brazos, en Nazaret, en el Calvario, en la Asunción, siempre destaca la mansedumbre de la Madre de Dios. En un mundo tan dominado por la violencia, Ella nos enseñará a revestirnos de la mansedumbre de los hijos de Dios. 

   Y contemplas a María en su comportamiento con todos los cristianos a lo largo de los siglos –de lo que, gracias a Dios, tenemos tantísimos testimonios–, y me parece que la característica principal es la paciencia. Ella es el refugio de los pecadores. No ha rechazado ni rechazará nunca a ninguno; a todos nos acoge en su corazón compasivo; de esto tenemos certeza todos los cristianos. Ella nos enseñará a revestirnos de paciencia, para poder soportar, comprender, acoger y cuidar a todos. 

   Nos dice San Pablo: Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. El día de la Presentación de Jesús en el Templo, el anciano Simeón reveló a la Madre lo que le esperaba. Años después, en el Calvario, la Madre está junto a la Cruz del Hijo. Solo Ella sabe lo que le ha supuesto al Señor perdonarnos –y lo que le ha supuesto a Ella ese perdón–. Por eso, solo la Madre del Crucificado nos puede rogar que nos perdonemos siempre entre nosotros. Solo Ella nos puede asegurar que nunca habrá motivo suficiente para no perdonar de corazón. Y los cristianos nos fiamos de nuestra Madre.


Y por encima de todo esto, revestíos del amor. El amor es el vínculo de la perfecta comunión. Por eso Jesús, desde la Cruz, nos dio a su Madre; para que el amor de nuestra Madre sea un poderoso vínculo de unión en las familias cristianas. El amor de la Virgen nos enseña a revestirnos del amor a todos, a los que vemos como hijos de nuestra Madre. El amor de la Madre de Jesús hace de la Iglesia una verdadera familia.

   El amor a la Virgen, las devociones Marianas, el culto a la Madre de Dios, acudir a la intercesión de la que es la omnipotencia suplicante, el trato filial y confiado con nuestra Madre, nos llena el corazón de paz. Esta es la experiencia cristiana desde hace dos milenios. Es una paz que el mundo no puede dar, pero que tampoco puede quitarnos. Es la paz que Jesús ha venido a traernos, es la paz de Cristo, que preside nuestros corazones cuando vivimos muy unidos a su Madre. 


San Pablo termina –como ha empezado– invitándonos a vivir dando gracias a Dios: Y sed agradecidos. Claro. El Magnificat, ese Canto de alabanza y acción de gracias a Dios de la Madre con su Hijo en las entrañas, expresa admirablemente la vida de María. Por eso, Ella nos enseñará a vivir siendo agradecidos. 

   Pero, además, que Dios haya querido darnos por Madre a la Madre de su Hijo es un poderosísimo motivo para vivir dándole gracias. Por eso el Espíritu Santo ha querido que la Virgen tenga una presencia tan notable en la vida de la Iglesia y de los cristianos. Del culto a María se eleva una ininterrumpida acción de gracias a la Santísima Trinidad. 



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