Meditación sobre Jn 15,18-27
Estamos muy cerca de la Pasión. Después de las palabras tan luminosas y esperanzadoras que Jesús ha dicho a sus discípulos, ahora el horizonte de la revelación del Señor se entenebrece. El sentido con el que el Señor va a utilizar la palabra «mundo» en esta revelación es claro: es el mundo que le odia y, fruto de ese odio, le clavará en la Cruz.
“Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo porque Yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo.
Acordaos de la palabra que os he dicho: «El siervo no es más que su señor». Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también la vuestra guardarán. Pero todo esto os lo harán por causa de mi Nombre, porque no conocen al que me ha enviado.”
Jesús es ‘el primer odiado’ –si se puede hablar así–. La Cruz es la manifestación plena de ese odio. Y Jesús nos revela que, al elegirnos, nos ha sacado de ese mundo que le odia y nos ha introducido en la comunión de conocimiento, amor y vida que Él tiene con su Padre. Por eso el odio del mundo a los elegidos del Hijo. Qué privilegiados somos. ¿Por qué Jesús nos ha elegido y nos ha sacado del mundo? ¿Por qué nos ha dado a participar del odio con el que el mundo le odia a Él? ¿Por qué ha hecho del odio del mundo un vínculo de unión entre Él y nosotros? Solo puede haber una explicación: por el amor que Dios nos tiene.
Por eso hay que estar tranquilos pase lo que pase. Lo único importante en nuestra vida es la comunión en la fe y el amor con Jesucristo; el serle fieles. Si el mundo, que le odia, nos odia también a nosotros, eso es la garantía definitiva de que Jesús nos ha elegido y sacado del mundo, de que somos sus amigos y vivimos su mandamiento.
Nuestro orgullo es ser siervos de Cristo, llevar a cabo la obra que Él nos ha encomendado realizar, poder recorrer el camino que el Señor ha recorrido, que se nos trate como Él ha sido tratado, que todo lo que nos hagan sea por causa de su Nombre. No queremos otra cosa.
La razón de este odio es que el discípulo de Cristo lo hace todo en su Nombre, lo hace todo movido por la fe y el amor a su Señor. El mundo odia a Cristo en el cristiano. Eso nos da la posibilidad de unir nuestros sufrimientos a los de Jesús. El odio del mundo acaba siendo un vínculo de comunión entre Jesucristo y nosotros, y un vínculo de comunión entre los cristianos. Qué misterio tan consolador.
Y todo esto el mundo nos lo hará por causa de Jesús, porque no conoce al Padre que le ha enviado. Esto significa que no conoce que Jesús es el Unigénito de Dios, que ha venido a traernos el amor con el que el Padre le ama a Él y a darnos la vida que recibe del Padre, a hacernos hijos de Dios.
La revelación que Jesús nos hace ahora solo se puede acoger porque es el Hijo de Dios, el único que conoce al Padre, el que nos habla:
“Si Yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia, odia también a mi Padre. Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mí y a mi Padre. Pero es para que se cumpla lo que está escrito en su Ley:
Me han odiado sin motivo”.
Me parece que estas son las palabras más estremecedoras que Jesús nos ha dejado en el Evangelio. Dos veces repite que el que le odia a Él odia también a su Padre. Es el odio a Dios, el odio a la Santísima Trinidad, y el odio al hombre. Un odio que ya estaba anunciado en las Escrituras: Me han odiado sin motivo. Un odio que tiene el agravante –si es que el odio a Dios puede tener agravantes– de que el Hijo ha venido al mundo y nos ha revelado, con sus palabras y sus obras, el amor que su Padre Dios nos tiene.
Cuántas veces usa Jesús el verbo odiar en estas pocas palabras. Odiar al Padre y a Jesucristo, y odiar a los que Cristo ha elegido, es lo que caracteriza al mundo del que nos está hablando. Qué contraste con el que Él ha venido a traernos. Desde que Jesús comenzó a llevar a cabo la misión para la que su Padre le envió, todas sus palabras y obras han sido revelación del amor que Dios nos tiene.
El mundo no ha creído en Jesucristo y ha rechazado ese amor. Por eso el odio. Ese odio es el pecado al que Jesús se refiere dos veces. Este me parece el misterio más profundo del corazón del hombre, un misterio donde solo Dios puede entrar: cada uno de nosotros tenemos la capacidad de llegar a odiar a Jesucristo y a su Padre Dios.
Jesús, al elegir a los suyos los ha sacado del mundo. A partir de esa hora el que responde a la elección está en el mundo sin ser del mundo; y participará del destino de Cristo: el mundo lo odiará por causa de su Nombre. Pero el odio del mundo es pavoroso. Por eso Jesús, justo antes de encaminarse hacia la Pasión, le pide a su Padre que nos guarde:
“Padre santo, guarda en tu Nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. (...) Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como Yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo como Yo no soy del mundo”.
Si no nos dejamos arrastrar por el mundo, es por la fuerza de esta oración de Jesús; esta oración que, ahora, el Hijo está dirigiendo a su Padre por nosotros. El mal, del que solo nuestro Padre Dios nos puede guardar, es llegar a odiarlo a Él y a su Hijo. El Señor pide a su Padre lo mismo que nos enseñó a pedirle en el Padrenuestro: “no nos dejes caer en tentación, mas líbranos del mal”. Por eso no hay que perder la calma; no confiarse, pero no perder la calma. Nuestra fortaleza es la oración de Jesús. La oración de Jesucristo nos garantiza que saldremos vencedores en la lucha contra el mundo del pecado, porque el Padre escucha siempre la oración de su Hijo.
Jesús pide a su Padre que nos guarde del mal, pero que no nos retire del mundo. Los cristianos tenemos una misión que realizar en el mundo, una misión que manifiesta el amor de Jesús por este mundo que le odia a Él y a su Padre; por este mundo que le clavó en la Cruz. Dimensión fundamental de la misión que el Señor nos ha encargado es dar testimonio de Él:
“Cuando venga el Paráclito, que Yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio”.
Jesús nos revela una dimensión importante del misterio de la Santísima Trinidad y de su relación con nosotros. Hay que meditar cada una de esas pocas palabras del Señor. El Padre nos ha enviado a su Hijo, y el Hijo nos enviará al Espíritu de la verdad de junto al Padre. Ambos, el Hijo y el Paráclito, proceden del Padre. Qué importancia tiene este «venir» del que habla Jesús.
El Espíritu de la verdad dará testimonio de Jesús. Jesús es la Verdad; por eso, el Paráclito, que da testimonio de Jesucristo –y no habla de otra cosa–, es el Espíritu de la verdad. Sólo con su asistencia se puede salvar la distancia insalvable entre Jesús de Nazaret y el Hijo Unigénito de Dios. El Espíritu de la verdad nos enseñará quién es Jesús, y nos enseñará el sentido de sus palabras y de sus obras.
Con la asistencia del Paráclito, también los apóstoles, que están con Jesús desde el principio, darán testimonio de Él. De ese doble testimonio brota la vida de la Iglesia. Desde que el Señor eligió a sus discípulos se ha dedicado a formarlos para que puedan llegar a ser sus testigos en el mundo. Los apóstoles han sido destinatarios principales de lo que Jesús ha dicho y hecho a lo largo de sus años de vida pública.
Con la fuerza del Espíritu de la verdad, las palabras de Jesús que los apóstoles han escuchado y las obras que han contemplado, no solo se hacen inteligibles, sino que se hacen presentes y eficaces en el hoy de la Iglesia. Y somos introducidos en la contemporaneidad con Jesucristo, en la relación personal con Él. Con el testimonio del Paráclito y de los Apóstoles, puedo escuchar las palabras de Jesús en la oración como dirigidas a mí en persona, y puedo dialogar con Él. Jesús no es una figura del pasado del que guardamos un bonito recuerdo.
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