Meditación sobre Jn 15,18-16,4
Estamos muy cerca de la Pasión. Después de unas palabras luminosas y esperanzadoras acerca del Amor con el que Dios nos ama, ahora el horizonte de la revelación del Señor se entenebrece. El sentido con el que el Señor va a utilizar la palabra «mundo» en esta revelación es claro desde el principio.
“Si el mundo os odia, sabed que a mí me ha odiado antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo porque Yo, al elegiros, os he sacado del mundo, por eso os odia el mundo. Acordaos de la palabra que os he dicho: «El siervo no es más que su señor». Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también la vuestra guardarán.”
La Cruz es la manifestación plena del odio del mundo a Jesús. Sacándonos del mundo Jesús nos ha dado a participar del odio con el que el mundo le odia a Él. Y el odio del mundo se convierte en vínculo de unión entre Jesús y sus elegidos.
Lo único importante en nuestra vida es la comunión con Jesucristo. Si el mundo, que le odia, nos odia también a nosotros, eso es la garantía definitiva de que Jesús nos ha elegido y sacado del mundo, la garantía de que somos sus discípulos. Y el odio del mundo tendrá una sola finalidad: apartarnos de Jesucristo. Como el odio que descarga sobre el Hijo ha tenido una sola finalidad: apartarlo de su Padre. Para eso ha usado, principalmente, la violencia; con nosotros también utiliza, y de qué manera, la seducción.
Ahora Jesús nos da la razón de ese odio:
“Pero todo esto os lo harán por causa de mi Nombre, porque no conocen al que me ha enviado. Si Yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado. El que me odia, odia también a mi Padre. Si no hubiera hecho entre ellos obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mí y a mi Padre. Pero es para que se cumpla lo que está escrito en «Me han odiado sin motivo»”.
La clave es: “porque no conocen al que me ha enviado”. Si no conocen al Padre tampoco podrán conocer al Hijo, que es el enviado del Padre. Solo en la fe y en el amor se puede conocer a Dios Padre y al Hijo. La clave del odio del mundo, el odio del que Jesús nos habla, es la falta de fe.
Jesús es el Verbo de Dios, la Palabra consustancial del Padre. Cuando viene y asume la naturaleza humana la transforma. A partir de ese momento, en toda palabra de verdad, resuena la palabra de Dios; esa palabra pide ser acogida en la fe; pero también puede ser rechazada.
Jesús es el Hijo de Dios; el Padre, que permanece en Él, es el que realiza las obras. Cuando asume el obrar humano, lo transforma. A partir de ese momento toda obra buena ilumina el mundo con la bondad de Dios; esa obra pide ser acogida en la fe; pero también podemos rechazarla.
Acoger o rechazar. En el origen de la fe está nuestra libertad. La falta de fe en Jesucristo, la incredulidad ante sus palabras y sus obras, es plenamente responsable, porque supone el rechazo de las palabras y las obras de Dios. Supone el rechazo del obrar de Dios en nosotros y del deseo del Espíritu Santo de convencernos de pecado.
Jesús nos dice que el que le odia a Él odia también a su Padre. Es un odio que ya estaba anunciado en las Escrituras. Un odio que tiene el agravante –si es que el odio a Dios puede tener agravantes– de que el Hijo ha venido al mundo y nos ha revelado, con sus palabras y sus obras, el Amor que su Padre Dios nos tiene y el designio de vida eterna que nos reserva. Y en toda palabra de verdad y en toda obra de bien resplandece ese Amor y esa vida.
Cuántas veces usa Jesús el verbo odiar en estas pocas palabras. Odiar al Padre, odiarlo a Él, odiar a los que Él ha elegido. Es un odio infundado, un odio preconcebido, un odio en el que se cumple el designio de Dios consignado en las Escrituras. Ese odio es lo que caracteriza al mundo del que nos está hablando Jesús.
El odio del mundo es pavoroso. ¿Cómo podremos resistirlo? Lo venceremos gracias a la oración que el Hijo, justo antes de encaminarse hacia la Pasión, dirige al Padre para que nos guarde:
“Padre santo, guarda en tu Nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba Yo con ellos, Yo cuidaba en tu Nombre a los que me habías dado. He velado por ellos y ninguno se ha perdido, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como Yo no soy del mundo. No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo como Yo no soy del mundo”.
Si no nos dejamos arrastrar por el mundo es por la fuerza de esta oración de Jesús, la oración que el Hijo dirige ahora a su Padre por nosotros. El mal, del que solo nuestro Padre Dios nos puede guardar, es llegar a odiarlo a Él y a su Hijo. Como el Padre escucha siempre la oración de su Hijo, tenemos la garantía de que saldremos vencedores. Esta es nuestra fortaleza.
Jesús pide a su Padre que nos guarde del mal, pero que no nos retire del mundo. Los cristianos tenemos una misión que realizar en el mundo: la misión de dar testimonio de Jesucristo, de manifestar el amor de Jesús por este mundo que le odia a Él y a su Padre, por este mundo que lo clavó en la Cruz.
Dimensión fundamental para llevar adelante la misión que el Señor nos ha encargado es la asistencia del Espíritu Santo:
“Cuando venga el Paráclito, que Yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio”.
El Padre nos ha enviado a su Hijo, y el Hijo nos enviará al Espíritu de la Verdad de junto al Padre. El Espíritu de la Verdad dará testimonio de Jesús. Sólo con su asistencia se puede salvar la distancia insalvable entre Jesús de Nazaret y el Hijo Unigénito de Dios. San Pablo, en la primera Carta a los Corintios, dice:
Por eso os hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: "¡Anatema es Jesús!"; y nadie puede decir: "¡Jesús es Señor!" sino con el Espíritu Santo.
Con la asistencia del Paráclito también los apóstoles, que están con Jesús desde el principio, darán testimonio de Él. De ese doble testimonio brota la vida de la Iglesia. Con la fuerza del Espíritu de la Verdad, las palabras de Jesús que los apóstoles han escuchado y las obras que han contemplado, no solo se hacen inteligibles, sino que se hacen presentes y eficaces en el hoy de la Iglesia. Y somos introducidos en la contemporaneidad con Jesucristo, en la relación personal con Él. Con el testimonio del Paráclito y de los Apóstoles, puedo escuchar las palabras de Jesús en la oración como dirigidas a mí en persona, y puedo dialogar con Él. Jesús no es una figura del pasado del que guardamos un bonito recuerdo.
Jesús termina con unas palabras terribles. Unas palabras que revelarán la plenitud de su significado cuando Jesús haya vuelto al Padre; cuando el mundo le haya dado muerte:
“Os he dicho todo esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas; más aún: llega la hora en la que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios. Y esto os lo harán porque no han conocido a mi Padre, ni a mí. Pero os he dicho estas cosas para que cuando llegue la hora os acordéis de que ya os las había anunciado. No os dije esto desde el principio porque estaba Yo con vosotros”.
Fruto de no conocer al Padre ni al Hijo –que solo se pueden conocer por la fe y el amor–, es que el mundo pensará que hace un servicio a Dios dando muerte a los cristianos.
Excursus: La fe en Jesucristo
Para entender estas palabras de Jesús; para entender –en la medida, siempre pequeña, en que podamos entender– el abismo de maldad que es el odio al Padre, al Hijo, y a los cristianos, hay que centrarse en lo que Jesús nos dice de la relación entre la fe y el amor en Él y las tres Personas de la Santísima Trinidad.
Nos centramos primero en la relación de la fe en Jesucristo con el obrar del Padre. Cuando, en el comienzo del gran discurso Eucarístico en la sinagoga de Cafarnaúm, los judíos preguntan a Jesús: “¿Qué hemos de hacer para obrar las obras de Dios?” Jesús les respondió:
“La obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado”.
Jesús nos dice que la obra en nosotros tiene dos momentos: nos envía a su Hijo, y nos lleva a la fe en Él. Solo el Padre puede enviarnos a su Hijo, y solo el Padre puede llevarnos a conocer a su Hijo en el Niño de Belén y en el Crucificado del Calvario. No hay ciencia humana que nos pueda llevar desde Jesús de Nazaret hasta el Hijo Unigénito de Dios. Por eso la fe en Jesucristo es pura gracia, brota del dejar obrar a Dios en nuestra alma. En el origen de la fe está nuestra libertad. La falta de fe en Jesucristo, la incredulidad ante sus palabras y sus obras, es plenamente responsable, porque supone el rechazo de la obra de Dios en el alma. Para que la fe crezca lo que hay que hacer es colaborar con la obra de Dios.
Poco antes de encaminarse al encuentro con la Cruz, Jesús nos dice:
“Yo os digo la verdad: os conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. Pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando Él venga convencerá al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia, y en lo referente al juicio; en lo referente al pecado porque no creen en mí”.
Jesús vuelve al Padre. Y nos dice, como siempre, la verdad: nos conviene que se vaya. Entonces nos enviará al Paráclito, que viene a convencernos de pecado; viene a convencernos de que en la raíz de todo pecado está la falta de fe en Jesucristo. El Paráclito nos convence para que vivamos de fe. Siempre y solo de fe. Todo lo que en nuestra vida no sea manifestación de fe en Cristo descargará como violencia sobre el Crucificado. Así nos lo dice San Pedro en su primera Carta:
También Cristo padeció por vosotros,
dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas.
Él no cometió pecado,
ni en su boca se halló engaño.
Al ser insultado, no respondía con insultos;
al ser maltratado, no amenazaba;
sino que ponía su causa en manos del que juzga con justicia.
Subiendo al madero,
Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo,
a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia;
y por sus llagas fuisteis sanados.
Porque erais como ovejas descarriadas,
pero ahora habéis vuelto al Pastor
y Guardián de vuestras almas.
Jesús es Dios, y sube a la Cruz –el más ignominioso de los suplicios– despojado de sus vestiduras, cubierto con toda la pestilencia y repugnante suciedad de nuestros pecados, con todo lo que es odioso y vil en la conducta humana.
El Corazón manso y humilde de Cristo acoge el pecado del hombre. Todo pecado. Se somete a todas las humillaciones, las violencias, y las burlas fruto de nuestros pecados. Qué necesidad tenemos en este mundo nuestro de aprender de la humildad y mansedumbre del Corazón de Jesús; de aprender de Él a confiar en Dios, a poner nuestra causa en manos del que juzga con justicia.
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