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Los nombres de Jesucristo

Meditación sobre Ap 1,1-8

El libro del Apocalipsis se abre diciendo:

Revelación de Jesucristo, que Dios le ha comunicado para revelar a sus siervos lo que va a suceder pronto. Y Él la manifestó, enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan, quien  ha atestiguado todo lo que vio: la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo. Bienaventurado el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía y guarden lo escrito en ella; porque el tiempo está cerca.

La revelación que Juan se dispone a escribir a la Iglesia tiene su origen en Dios, que se la comunica a Jesucristo. Este la manifiesta, por medio de su ángel, a su siervo Juan, y esta revelación concluye su camino en la asamblea litúrgica, donde es leída en voz alta. Todos los que escuchan y guardan las palabras de esta profecía son bienaventurados. Esta es la primera bienaventuranza de las siete –número de plenitud– que contiene el Apocalipsis. Es muy significativo que la primera bienaventuranza sea acoger la palabra de Dios.

   Juan se ha referido a su escrito de dos modos: con el nombre de «revelación», que hace referencia al origen del mensaje, a su contenido, y a sus destinatarios; y con el nombre de «profecía», que dice leer el presente con los ojos de Dios. El Apocalipsis nos lleva a la comprensión de los caminos de Dios para su Iglesia y para el mundo, comprensión que invita a la meditación.

   La revelación implica desvelar algo que antes estaba oculto; algo que está relacionado con la venida del reino de Dios. La referencia a que el tiempo está cerca puede referirse a la cercanía escatológica, no cronológica. Pero quizá se refiera a que, para el cristiano, el tiempo de la bienaventuranza siempre está cerca.

El Apocalipsis es una carta enviada a la Iglesia de todo tiempo y lugar, no solo a las siete Iglesias nombradas –el número siete dice plenitud y totalidad–.

Juan, a las siete Iglesias de Asia. Gracia y paz a vosotros de parte de «Aquel que es, que era y que va a venir», de parte de los siete Espíritus que están ante su Trono, y de parte de Jesucristo, el Testigo fiel, el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra. Al que nos ama y nos ha lavado con su Sangre de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre, a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.

La gracia y la paz, que contienen todas las bendiciones de Dios, tienen su fuente en la Santísima Trinidad. El nombre de Dios Padre se indica con profundo respeto mediante una triple fórmula que expresa su eternidad sin principio ni fin, y que deja claro que vendrá como Juez. La Persona del Espíritu Santo, en cuanto fuente de plenitud de gracia, es designada con la referencia a los siete Espíritus que están delante del Trono de Dios.

Jesucristo es el Testigo fiel: la Cruz ha grabado el sello de la fidelidad a su Padre Dios y del amor que nos tiene en cada una de sus palabras y de sus obras. Y Jesucristo es el Primogénito de los muertos y el Príncipe de los reyes de la tierra. San Pablo, en la Carta a los Filipenses, hablándonos de los sentimientos de Cristo Jesús, nos dice:

Se humilló a sí mismo,

obedeciendo hasta la muerte

y muerte de cruz.

Por lo cual Dios le exaltó

y le otorgó el Nombre

que está sobre todo nombre.

Para que al Nombre de Jesús

toda rodilla se doble en los cielos,

en la tierra, y en los abismos,

y toda lengua proclame

que Cristo Jesús es Señor,

para gloria de Dios Padre.

Qué cosas tan admirables tiene Dios preparadas para los que aman a su Hijo: contemplar al Crucificado exaltado por Dios, escuchar el Nombre que está sobre todo nombre, doblar la rodilla al Nombre de Jesús, y proclamar que Cristo Jesús es Señor; y todo para gloria de Dios Padre.

Jesucristo es «El que nos ama»; es un nombre propio de Jesús; un nombre que solo a Él le conviene. Por el amor que nos tiene, y al precio de su Sangre, nos ha lavado de nuestros pecados y ha hecho de nosotros un Reino de Sacerdotes para su Dios y Padre. San Pablo, en la Carta a los Romanos, lo expresa admirablemente:

Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.

Este párrafo admirable se cierra con la primera doxología del Apocalipsis: a Él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. El libro está cuajado de doxologías. Se puede decir que todo el Apocalipsis es una gran oración de alabanza a Dios.

Volvemos al horizonte escatológico, a la venida de Cristo en calidad de Juez universal al final de los tiempos. Este es acontecimiento central en el Apocalipsis; dos páginas de la Escritura –Dn 7,13 y Zac 12,10– forman la base de este texto:

Ved que viene en las nubes del cielo,

y todo ojo le verá,

incluso los que le traspasaron,

y por Él se lamentarán

todas las tribus de la tierra.

Sí. Amén.

El Crucificado volverá en gloria. Los hombres del mundo entero no podrán menos que reconocerlo. En el simulacro de juicio ante el Sanedrín Jesús ya lo había anunciado:

 El sumo sacerdote le preguntó de nuevo: “¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?”

Y dijo Jesús: “Sí, Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir entre las nubes del cielo”.

Pocas horas después de esta revelación Jesús será el Traspasado; pero volverá con todo su poder y gloria como Juez. Todos lo veremos. Es la seguridad que nos da el: Sí. Amén.

Ahora interviene Dios mismo:

Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, Aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso.

Dios es el Primero y el Último; el que ha dado principio y dará fin a las cosas. Vuelve a quedar clara su eternidad. Esta eternidad contiene todos los ámbitos del ser y del conocer. Por eso Dios sabe –y nos lo va a revelar– lo que sucederá en todos los tiempos en el cielo, en la tierra y en los abismos. Dios es el Todopoderoso; todo otro poder –y aparecerán muchos en este libro– es pura apariencia.


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