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La Asunción de María

Meditación sobre Jn 17,24-26

Jesús termina la oración en el Cenáculo, que es la puerta por la que va a entrar en su Pasión. Hasta aquí se ha dirigido a su Padre con los verbos «rogar» y «pedir»; ahora lo va a hacer con el verbo «querer»:

Padre, los que Tú me has dado, quiero que donde Yo esté estén también conmigo; para que contemplen mi gloria, la que me has dado, porque me has amado antes de la creación del mundo”.

De qué modo tan emocionante se refiere Jesús a los cristianos en su conversación con el Padre. Nos ve como un don que el Padre le ha hecho; por eso quiere tenernos con Él. En el cristianismo todo se contiene en una palabra: la palabra «don». El Hijo es un don que el Padre nos hace, y el cristiano es un don que Dios Padre hace a su Hijo. Una vez que has abierto tu corazón al don que el Padre te hace, Jesucristo será tu única verdadera riqueza. Es la única que se abre a la eternidad. Y una vez que has aceptado que Dios te haga un don para su Hijo ya no te perteneces. Vivir desde uno mismo y para uno mismo ya no tiene sentido; ahora se trata de vivir de Cristo y de vivir para Cristo.

   El asombroso misterio contenido en las palabras de Jesús tiene una riqueza única en la vida de la Madre de Jesús. El don del Hijo que el Padre hace a la Madre es especial; y el don de la Madre que el Padre hace a su Hijo es también especial. Por eso el fruto del «quiero» que Jesús dirige a su Padre Dios es, en el caso de María, absolutamente único. Ese fruto es la Asunción en cuerpo y alma de la Bienaventurada Virgen María.

   La Redención es la obra de la Santísima Trinidad y del «Sí» de María. Por eso, en un sentido propio, a quien Jesús quiere tener junto a Él para que contemple su gloria –la gloria que el Padre le da y que es el fruto de la Redención–, es a su Madre. La Asunción de la Madre es la respuesta de Dios Padre a la petición de su Hijo.

   Jesús quiere tener a su Madre junto a Él en el Cielo como la ha tenido siempre en la tierra. Y que el corazón de su Madre, junto al que empezó a latir el suyo –y que fue traspasado por el dolor en el Calvario– siga latiendo –ahora lleno de alegría– junto a Él en la gloria.

   Jesús quiere que su Madre contemple la plenitud de su gloria. La gloria de Jesús es el resplandor en su Humanidad Resucitada de su ser Hijo de Dios y del Amor que el Padre le tiene. María ha contemplado la gloria de su Hijo en el pesebre de Belén, en la huida a Egipto, en el banco de carpintero en Nazaret, y clavado en la Cruz en el Calvario. Desde la Asunción podrá contemplar la plena manifestación de la gloria de su Hijo; y lo hará de un modo único, porque Dios le da una participación especialísima en esa gloria.

   Jesús quiere que los ojos de María, esos ojos de Madre que han visto como el odio de Satanás y del mundo se cebaba en su Hijo, vean ahora el Amor con el que el Padre le ama, con el que le ha amado desde antes de la creación del mundo, también en la hora tremenda de la Pasión –quizá especialmente en esa Hora–. Qué alegría debe llenar ahora el Corazón de la Madre al contemplar a su Hijo.

El Señor termina su oración. Le espera la Cruz:

“Padre justo, el mundo no te ha conocido; pero Yo te he conocido y éstos han conocido que Tú me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el Amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos”.

Solo el Hijo conoce al Padre; y se lo da a conocer a los que el Padre le ha dado. De un modo particular a su Madre, que es la persona humana que ha conocido de un modo único que Jesús, su Hijo, es el enviado del Padre. No sólo lo ha conocido, sino que, con la acción del Espíritu Santo, es la gran colaboradora del Padre en la venida de su Hijo al mundo. El «Sí» de María ha sido la gran señal que de la tierra llegó al Cielo y puso en marcha el Envío. En la Asunción, contemplando su gloria, María llega al conocimiento pleno de que su Hijo es el enviado del Padre. Desde la Anunciación estaba esperando este día.

Introduciéndonos en el Amor con el que el Padre le ama, Jesús nos lo ha dado a conocer –no se puede conocer al Padre sin conocer el Amor con el que ama a su Hijo–; y nos lo seguirá dando a conocer. La Madre es la gran colaboradora del Hijo en esa tarea. La Maternidad Divina de María es el misterio en el que la Iglesia se ha apoyado siempre para confesar que Jesús es el Unigénito de Dios, que es el único que conoce al Padre y nos lo puede revelar, que es el Hijo que el Padre nos ha enviado para que el Amor con el que le ama esté en nosotros. Y Jesucristo en nosotros.

La Asunción de María –manifestación de que el Padre ha escuchado la oración de su Hijo– nos da la segura esperanza de que también escuchará lo que Jesús le pide para nosotros. Confianza acrecentada, si se puede hablar así, porque nuestra Madre está en cuerpo y alma junto a su Hijo intercediendo por nosotros.


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