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Os conviene que Yo me vaya

Meditación sobre Jn 16,1-15Meditación sobre Jn 16,5-15

La conversación de Jesús con sus discípulos en el Cenáculo es una larga despedida. Acaba de decirles que les va a dejar en un mundo que les odia, y que llegará la hora en que todo el que les mate piense que da culto a Dios. Pero Jesús les tranquiliza: todo responde al designio de Dios:

“Ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: «¿Dónde vas?» Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero Yo os digo la verdad: Os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando Él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”.

Jesús vuelve al Padre que le ha enviado. Y, como siempre nos dice la verdad, nos dice que nos conviene que Él vuelva al Padre. Y nos dice la razón: fruto de su vuelta al que le ha enviado será el envío del Paráclito, que viene a convencernos de que la Cruz responde al designio Salvador de Dios. Viene a convencer para salvar, no para condenar. Por eso es clave recibirle y dejarse convencer por Él.

   El Espíritu Santo viene a convencernos de pecado. Y Jesús nos explica:

“de pecado, porque no creen en mí”.

La Cruz de Cristo es el fruto del pecado; y el pecado es el fruto de no creer en Jesucristo. Cada uno de nuestros pecados descarga sobre el Crucificado. San Pedro, en la primera de sus Cartas, lo explica con fuerza:

También Cristo padeció por vosotros,

dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas.

Él no cometió pecado,

ni en su boca se halló engaño.

Al ser insultado, no respondía con insultos;

al ser maltratado, no amenazaba;

sino que ponía su causa en manos del que juzga con justicia.

Subiendo al madero,

Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo,

a fin de que, muertos a nuestros pecados, vivamos para la justicia;

y por sus llagas fuisteis sanados.

Porque erais como ovejas descarriadas,

pero ahora habéis vuelto al Pastor

y Guardián de vuestras almas.

Jesús es Dios, y sube a la Cruz –el más ignominioso de los suplicios– despojado de sus vestiduras, cubierto con toda la pestilencia y repugnante suciedad de nuestros pecados, con todo lo que es odioso y vil en la conducta humana. El Corazón manso y humilde de Cristo acoge el pecado del hombre. Todos. Desde el pecado del origen hasta el final de la historia. Se somete a todas las humillaciones, violencias, y burlas fruto de nuestros pecados. Por nosotros y por nuestra salvación.

   Hasta ahí nos lleva el no creer en Jesucristo. Cuando escuchas al Espíritu Santo y te dejas convencer por Él, todos los caminos llevan a la fe en Jesús; ahí nos lo jugamos todo. El Paráclito nos convence para que vivamos de fe. Siempre y solo de fe. Así abrimos espacio a la fe en nuestro mundo. Todo lo que en nuestra vida no sea manifestación de fe en Jesús descargará como violencia sobre el Crucificado.

Jesús nos dice también que el Paráclito nos convencerá de justicia:

“de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más”.

La Pasión de Cristo comenzó delante del tribunal del Sanedrín y, enseguida, ante el tribunal del Procurador romano. El Espíritu de la Verdad nos convence que la justicia no estaba de parte de los tribunales humanos, sino de parte del Crucificado. Por eso Jesús puso su causa en manos del que juzga con justicia; y el Padre, Justo Juez, lo ha Resucitado y lo ha sentado a la diestra de su Majestad en las alturas. El Paráclito nos convencerá para que nos pongamos siempre de parte de Jesús. Cueste lo que cueste, siempre de parte de Jesús, que es estar de parte de la justicia del Dios Justo. Así abriremos espacio a la justicia de Dios en este mundo; y estaremos preparados para el día que tengamos que dar cuenta a Dios de nuestra vida.

Y, por último, Jesús nos dice que, si le escuchamos, el Paráclito nos convencerá de juicio:

“de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”.

Con la muerte de Cristo se cumplió el juicio del príncipe de este mundo. Así nos lo dijo el Señor justo antes de la Pasión:

“Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”.

El príncipe de este mundo ya está juzgado; nosotros todavía no. De cada uno depende el dejarse atraer por Cristo, levantado de la tierra en la Cruz y en la Exaltación en el Trono de Dios.

Jesús sigue hablando de la venida del Espíritu Santo:

“Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa, pues no hablará por su cuenta sino que hablará lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros»”.

El Hijo no tiene nada propio; todo lo recibe del Padre; y el Espíritu de la verdad lo recibe todo del Hijo y nos lo anuncia a nosotros; así nos guía hasta la verdad completa y nos anuncia lo que ha de venir. Eso es la vida de la Iglesia.

   Jesús va a Aquel que le ha enviado. Dice a sus apóstoles que todavía tiene mucho que decirles. Cuando, en el Cenáculo, les dice esto, a Jesús le queda todavía por decir la palabra de la Cruz, de la Sepultura, de la  Resurrección, y de la Exaltación. Esta es la palabra con la que Jesús transforma el odio del mundo en amor obediente y humilde al Padre. Esta es la palabra que da sentido y valor a todo lo que Jesús hace y dice. Es una palabra que solo se puede recibir y guardar con la asistencia del Espíritu de la Verdad.

   El Espíritu de la Verdad nos irá llevando a la verdad completa de todo lo que recibe de Jesús, de todo lo que Jesús hace y dice. Así le da gloria, porque nos revela que Jesús es el Hijo único de Dios, que todo lo que tiene el Padre es suyo, y que el Hijo lo hace todo por amor al Padre.

Qué extraordinaria importancia tiene aprender a escuchar al Espíritu Santo. ¿Quién nos puede enseñar? Solo hay una persona humana que puede hacerlo; y puede hacerlo porque tiene una familiaridad única con el Espíritu Santo. No habrá otra. Esa persona es María, la Madre de Jesús. Quizá esta es una de las razones por la que el Señor nos la dio por Madre.


La conversación de Jesús con sus discípulos en el Cenáculo es una larga despedida. Se acerca el final. El corazón de sus discípulos se llena de tristeza. ¿Qué va a ser de ellos sin su Maestro? Qué hora tan dolorosa para los apóstoles. Después de tres años de convivencia estrecha, ahora el Señor les va a dejar. ¿Qué será su vida sin Él? ¿Qué será de ellos en un mundo que los odia y los va a perseguir con saña, como Jesús les acaba de decir con terrible claridad, y como comprobarán pocas horas después en la Pasión? Jesús termina su revelación sobre el mundo del odio con unas palabras terribles:

“Os he dicho todo esto para que no os escandalicéis. Os expulsarán de las sinagogas; más aún: llega la hora en la que todo el que os dé muerte pensará que hace un servicio a Dios. Y esto os lo harán porque no han conocido a mi Padre, ni a mí. Pero os he dicho estas cosas para que cuando llegue la hora os acordéis de que ya os las había anunciado. No os dije esto desde el principio porque estaba Yo con vosotros”.

El Señor les tranquiliza: todo responde al designio de Dios. Ahora que les va a dejar solos, les dice lo necesario para fortalecerlos en la fe. No habrá sorpresas. El Señor continúa despidiéndose, porque tiene que volver al Padre que le ha enviado. Nos va a hacer una poderosa revelación:

“Ahora me voy a Aquel que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: «¿Dónde vas?» Sino que por haberos dicho esto vuestros corazones se han llenado de tristeza. Pero Yo os digo la verdad: Os conviene que Yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito, pero si me voy, os lo enviaré. Y cuando Él venga convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, porque no creen en mí; de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más; de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”.

Jesús siempre nos dice la verdad; por eso nos dice que nos conviene que se vaya. Fruto de ese irse al que le ha enviado es que nos enviará al Paráclito –el término puede significar consolador, abogado, defensor, protector, intercesor; hay que verlo del contexto–. El Espíritu Santo viene a convencernos de que la Cruz responde al designio Salvador de Dios. Viene a convencer para salvar, no para condenar. Por eso es clave recibir el Espíritu Santo y dejarse convencer por Él.

   Jesús nos envía al Paráclito –que aquí se puede traducir por Abogado– para que nos convenza de pecado: “de pecado, porque no creen en mí”. La Cruz de Cristo es el fruto del pecado; y el pecado es el fruto de no creer en Jesucristo. Siempre la fe. Cuando escuchas al Espíritu Santo y te dejas convencer por Él, todos los caminos llevan a la fe en Jesús; ahí nos lo jugamos todo. El Paráclito nos convence para que vivamos de fe. Siempre y solo de fe. Todo lo que en nuestra vida no sea manifestación de fe en Cristo descargará como violencia sobre el Crucificado. Si escuchamos al Espíritu Santo abriremos espacio a la fe en este mundo.

   Jesús nos dice también que el Paráclito nos convence de justicia: “de justicia, porque voy al Padre y no me veréis más”. La Pasión de Cristo comenzó delante del tribunal del Sanedrín y, luego, ante el tribunal del Procurador romano. El Espíritu Santo nos convence que la justicia no estaba de parte de los tribunales, sino de parte del Crucificado. Por eso el Padre, Justo Juez, lo ha Resucitado y lo ha sentado a la diestra de su Majestad en las alturas. El Paráclito nos convence para que nos pongamos siempre de parte de Jesús. Cueste lo que cueste, siempre de parte de Jesús, que es estar de parte de la justicia del Dios Justo. Así abriremos espacio a la justicia de Dios en este mundo.

   Y, por último. Jesús nos dice que, si le escuchamos, el Espíritu Santo nos convence de juicio: “de juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”. Con la muerte de Cristo se cumplió el juicio del príncipe de este mundo. Así nos lo dijo el Señor justo antes de la Pasión:

“Ahora es el juicio de este mundo; ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”.

El príncipe de este mundo ya está juzgado; nosotros todavía no. El Paráclito nos convence de que llegará un día en el que también nosotros compareceremos ante el tribunal de Dios. Si escuchamos al Espíritu Santo emplearemos el tiempo de esta vida en preparar el juicio al que nos encaminamos.

Jesús sigue hablando de la venida del Espíritu Santo:

“Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa, pues no hablará por su cuenta sino que hablará lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: «Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros»”.

El Hijo todo lo recibe del Padre; el Espíritu de la verdad lo recibe todo del Hijo y nos lo anuncia a nosotros; así nos guía hasta la verdad completa y nos anunciará lo que ha de venir.

   Jesús va a Aquel que le ha enviado. Dice a sus apóstoles que todavía tiene mucho que decirles. A Jesús le queda todavía por decir la palabra de la Cruz, la de la Resurrección, y la de la Ascensión. Es la palabra con la que Jesús transforma el odio del mundo en amor obediente y humilde al Padre. Esta es la palabra que da sentido y valor a todo lo que Jesús hace y dice. Es una palabra que solo se puede recibir y guardar con la asistencia del Espíritu de la verdad.

   El Espíritu de la verdad nos irá llevando a la verdad completa de todo lo que  recibe de Jesús, de todo lo que Jesús hace y dice. Así le da gloria, porque nos revela que Jesús es el Hijo único de Dios, y que todo lo que tiene el Padre es suyo.

Qué extraordinaria importancia tiene aprender a escuchar al Espíritu Santo. ¿Quién nos puede enseñar? Solo hay una persona humana que puede hacerlo, porque tiene una familiaridad única con el Espíritu Santo. No habrá otra. Esa persona es María, la Madre de Jesús.


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