Meditación sobre Lc 19,41-48
Jesús, montado en un borrico, se acerca a Jerusalén envuelto en la alegría y en los cantos de alabanza a Dios de toda la multitud de los discípulos. Hasta que avistó la ciudad. Jesús sabe a qué atenerse sobre los sentimientos y sobre el destino de la gran ciudad y Él, que es el enviado de la misericordia de Dios, se entristecerá hasta llorar por ella. Pero seguirá adelante para llevar a cabo la obra que el Padre le ha encomendado realizar. Faltan ya pocos días para la Pasión san Lucas, con unas líneas penetradas de bondad y melancolía, nos dice que la entrada mesiánica de Cristo en Jerusalén terminó en lágrimas:
Y cuando se acercó, al ver la ciudad, lloró por ella, diciendo: “¡Si conocieras también tú en este día lo que te lleva a la paz! Sin embargo, ahora está oculto a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti en que no sólo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho”.
¿Por qué no conoce Jerusalén lo que la puede llevar a la paz con Dios? ¿Por qué deja que esté oculto a sus ojos que Jesús es el único que puede darle esa paz? ¿Por qué no ha conocido la visita que Dios le ha hecho en Jesucristo? ¿Por qué rechaza el designio de Dios y elige el camino que la llevará a la destrucción completa, esa destrucción que Jesús describe con tanta fuerza? En último extremo, porque no ha querido, porque ha rechazado la obra del Padre. Algún tiempo atrás, en la sinagoga de Cafarnaún, Jesús lo dejó claro que “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado”. Por eso nos dice: “Nadie puede venir a mí si el Padre que me ha enviado no lo atrae”. Para acoger a Jesucristo hay que dejarse llevar por el Padre que nos lo ha enviado.
El tiempo de la misión del Salvador es el tiempo de la visita de Dios anunciada por los profetas. San Pablo les dice a los Colosenses:
Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo y no según Cristo. Porque en Él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente, y vosotros alcanzáis la plenitud en Él, que es la Cabeza de todo Principado y de toda Potestad
Y en la segunda carta a los Corintios:
Todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación.
Rechazar a Cristo Jesús es rechazar la visita de Dios que viene a reconciliarnos con Él. Por eso las lágrimas del Señor por Jerusalén.
Cuando Jesús entró en Jerusalén se dirigió al Templo:
Entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían, diciéndoles:
“Está escrito: «Mi casa será casa de oración». Pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones.”
Ese día debió de ser especialmente triste para el Señor. Jesús vive siempre bajo la sombra de la Cruz –también los años de Nazaret–, pero los evangelios nos han dejado el testimonio de algunos días que debieron ser especialmente dolorosos para Él. Me parece que éste es uno de ellos. Ver convertida en cueva de ladrones la Casa de su Padre debió ser muy duro para su corazón. Las lágrimas que brotaron de su corazón compasivo al ver la ciudad, me parece que expresan los sentimientos de Jesús al entrar en el Templo.
Lo que hará el Señor es devolver al Templo su naturaleza, ya revelada en las Escrituras de Israel, de casa de oración. Echar fuera a los que vendían es la condición; llenar el Templo de Jerusalén con su palabra es llevarlo al cumplimiento:
Enseñaba todos los días en el Templo. Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y también los notables del pueblo buscaban matarle, pero no encontraban qué podrían hacer, porque todo el pueblo le oía pendiente de sus labios.
Qué dignidad tan inaudita tiene el Santuario de Jerusalén. Jesús, que es la Palabra consustancial al Padre, enseñaba todos los días en el Templo. Esa es la vida de Jesús: enseñar; solo Él puede hacerlo, porque solo el Hijo conoce al Padre y nos lo puede revelar. De esa enseñanza de Jesús vivimos; y no hay vida eterna en ninguna otra enseñanza.
Los cristianos de todos los siglos pertenecemos a ese pueblo que vive oyendo al Señor; pendientes de sus labios. Se puede decir que aquí está lo esencial del cristianismo: vivir pendiente de la enseñanza que brota de los labios del Verbo de Dios Encarnado. Esto es la vida de la Iglesia.
Cuando resuenan en sus atrios las palabras de Jesucristo, el Templo de Jerusalén ha cumplido su misión. Y, aunque poco después será destruído por los romanos, esas palabras que Jesús pronunció en ese Santuario seguirán resonando, vivas y eficaces, en el mundo entero. Para gloria de su Padre Dios y para la salvación de los hombres.
En el comportamiento de los sumos sacerdotes, los escribas y los notables del pueblo, no nos vamos a detener. Es tan doloroso. Buscan matar al que es la vida y ha venido al mundo a traernos la vida que recibe del Padre, a darnos la vida eterna de los hijos de Dios.
Realmente es asombroso hasta dónde podemos llegar los hombres: convertir la Casa de Dios en una cueva de ladrones y buscar matar al que es el Hijo de Dios. Es muy conveniente meditar el Evangelio para aprender a conocernos, para no fiarnos de nosotros mismos, para escuchar al Señor que, en Getsemaní, le dijo a Pedro –al que encontró dormido–:
“Simón, ¿duermes?, ¿ni una hora has podido velar? Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil”.
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