Meditación sobre 1 Cor 6,12-20
San Pablo les ha advertido a los cristianos de Corinto que, algunos de ellos, pertenecían al grupo de los injustos que no iban a heredar el Reino de Dios. Y les revela que su conversión ha sido obra de la Santísima Trinidad:
Habéis sido lavados,
habéis sido santificados,
habéis sido justificados
en el nombre de Jesucristo el Señor
y en el Espíritu de nuestro Dios.
Con este horizonte seguimos escuchando al Apóstol, que nos va a dejar el principio que gobierna la materia del sexto mandamiento. Su moral tiene una notable altura, amplitud y penetración. Se mueve en el mundo de la libertad, de la relación con Dios, de la unidad con Cristo, y de la inhabitación del Espíritu Santo. Como siempre subraya, y de qué manera, la dignidad del cristiano.
«Todo me es lícito»; mas no todo me conviene. «Todo me es lícito»; mas ¡no me dejaré dominar por nada! «La comida para el vientre y el vientre para la comida». Mas lo uno y lo otro destruirá Dios. Pero el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder.
Una vez que has sido liberado por Dios ya no puedes dejarte dominar por nada. Lo relativo al alimento desaparece con la muerte; es irrelevante. El cuerpo es para el Señor, que llevó nuestros pecados a la Cruz para que nuestros cuerpos llegasen a participar de su Resurrección. Así nos lo dice San Pedro en su primera Carta:
El mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados.
Por el poder de Dios, nuestro cuerpo participará de la Resurrección de Jesucristo. Esa es la asombrosa dignidad de nuestro cuerpo, en el que –aunque quizá deteriorado por la enfermedad– resplandece ya la gloria de Cristo Resucitado.
Que Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder, es la verdad que fundamenta y da razón de la antropología cristiana. Desde ahí hay que argumentar todo lo que se refiera a la persona humana.
El Apóstol continúa revelándonos el misterio de la dignidad de nuestro cuerpo :
¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Y ¿había de tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de prostituta? ¡De ningún modo! ¿O no sabéis que quien se une a la prostituta se hace un solo cuerpo con ella? Pues está dicho: «Los dos se harán una sola carne». Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él.
Claro que los Corintios sabrían que nuestros cuerpos son miembros de Cristo. Lo sabrían porque Pablo, desde que fundó la Iglesia en Corinto hasta que tuvo que ausentarse se lo habría predicado una y otra vez, porque es un tema esencial de su evangelio. Lo que ahora hace es iniciar la frase con un par de preguntas retóricas.
Cómo contrasta el «una sola carne» con el «un solo espíritu». El que se une al Señor se hace miembro de Cristo, un solo espíritu con Él. De aquí brota toda la moral paulina. Se trata de poner los medios para, libremente, sin dejarnos dominar por nada, estar cada día más unidos al Señor.
El Apóstol continúa revelándonos el misterio de nuestra dignidad de cristianos. Realmente esta página de la Carta es una página asombrosa.
¡Huid de la fornicación! Todo pecado que comete el hombre queda fuera de su cuerpo; mas el que fornica, peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? ¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.
Nuestro cuerpo es miembro de Cristo y es santuario del Espíritu Santo que hemos recibido de Dios; y porque el Espíritu Santo está en nosotros ya no nos pertenecemos. Hemos sido comprados por Cristo al precio de su Sangre.
De este misterio realmente asombroso de la relación de nuestros cuerpos con cada una de las tres Personas de la Santísima Trinidad, San Pablo saca dos conclusiones: una es la que abre este texto admirable: ¡Huid de la fornicación! huir, porque la fornicación solo se vence huyendo; la otra, entusiasmante, es la que cierra el texto y pone el colofón a todo lo que el Apóstol nos ha dicho: Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo. Qué asombroso que podamos dar gloria a Dios en nuestro cuerpo; cómo revela este misterio su dignidad; y como transforma nuestra relación con el cuerpo.
Con qué facilidad el Apóstol se eleva hasta el misterio de la Santísima Trinidad para iluminarlo todo con la luz de Dios. Y esta página ilumina también el misterio de la Asunción de la Madre de Jesús en cuerpo y alma a los Cielos. En Ella la Santísima Trinidad ya ha obrado plenamente; María ya participa plenamente de la Resurrección de su Hijo; y su cuerpo resplandece con la plenitud de la gracia de Dios.
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