Meditación sobre Jn 8,43-51
Jesús está en Templo, polemizando con un grupo de judíos que le son hostiles. Como siempre, lo verdaderamente importante de las palabras del Señor que le vamos a escuchar es lo que nos revela de Él mismo. Lo que nos dice de sus interlocutores es muy triste pero, después de dos mil años de cristianismo, no es nada que nos pueda sorprender; nos puede entristecer, pero no sorprender. Por eso hay que centrarse en lo que Jesús nos dice de su relación con su Padre, que es la clave, siempre, de lo que nos revela de Él mismo.
“¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no podéis escuchar mi Palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Éste era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.
Pero a mí, como os digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios escucha las palabras de Dios; vosotros no las escucháis porque no sois de Dios”.
La Carta a los Hebreos se abre diciéndonos:
Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos; el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.
El que es de Dios escucha las palabras de Dios; puede hacerlo porque Dios nos ha hablado muchas veces y de muchos modos. Pero el que no es de Dios no las escucha. Esos hombres a los que Jesús se dirige, aunque son judíos, no son de Dios y, por eso, no escuchan las palabras de Dios. Como Jesús, que es el Hijo de Dios, habla la Palabra de Dios, –y solo esa Palabra, por eso nadie puede probar que sea pecador–, no entienden su lenguaje.
Jesús nos dice que el que no es de Dios, el que no escucha las palabras de Dios, escucha las palabras del diablo. Esos hombres son de su padre el diablo, y quieren cumplir los deseos de su padre. Y Jesús nos revela lo esencial del diablo: homicida desde el principio y padre de la mentira. Ese es el sello que el diablo graba en todos los que le tienen por padre. Por eso a Jesús, que habla palabras de vida eterna y les dice la verdad, no le creen.
Los judíos le respondieron: “¿No decimos, con razón, que eres samaritano y que tienes un demonio?” Respondió Jesús: “Yo no tengo un demonio; sino que honro a mi Padre, y vosotros me deshonráis a mí. Pero Yo no busco mi gloria; ya hay quien la busca y juzga. En verdad, en verdad os digo: si alguno guarda mi Palabra no verá la muerte jamás”.
Jesús ha venido al mundo a traernos la Palabra de Dios, que es portadora de vida; el que guarda su Palabra no verá la muerte jamás. Así es como Jesús, que es y se sabe Hijo de Dios, honra a su Padre. Solo a su Padre. Ésa es la razón de su vivir. En Belén, en Nazaret y en el Calvario, Jesús está honrando a su Padre; y busca sólo la gloria que puede recibir de su Padre. Ninguna otra honra le interesa y ninguna deshonra le afecta. Jesús, que no busca su honra ni la que puede recibir del mundo, lo deja todo en las manos de Dios. Él juzgará.
El Señor termina dejándonos unas palabras extraordinariamente esperanzadoras. Primero nos dice que podemos aspirar a la vida eterna, que la plenitud de vida forma parte del designio de Dios para nosotros. Y que todo lo que tenemos que hacer para no ver la muerte jamás es guardar su Palabra. Como tantas otras veces nos ha dicho, la clave de la vida eterna está en escuchar sus palabras, guardarlas en el corazón, y vivirlas.
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