Meditación sobre Jn 8,12-20
En el ámbito del encuentro con Nicodemo, Jesús nos revela el misterio del Juicio:
“El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios”.
Todo comienza con la venida de la luz al mundo. De cada uno depende acogerla o no, amarla o aborrecerla; obrar la verdad e ir a la luz para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios, o bien obrar el mal e intentar ocultarlo. En último extremo el ir o no a la luz depende de las obras; el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios; «obrar la verdad»: que expresión tan preciosa; que gran proyecto de vida.
Con este horizonte escuchamos la revelación que, algún tiempo después, nos entregará Jesús en el Templo de Jerusalén:
Jesús les habló otra vez diciendo: “Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
Qué palabras tan preciosas. Son verdaderamente luminosas. Jesús nos dice quién es Él: la Luz del mundo; la única; nunca ha habido y nunca habrá otra; es la Luz que ilumina a todo hombre. De cada uno depende –siempre la libertad– acogerla o no. El que siga a Jesús tendrá la luz de la vida; de la vida que se abre a la eternidad.
El Hijo único de Dios ha venido al mundo para traernos la vida que recibe del Padre; esa vida es la luz de los hombres. Y el Hijo de Dios ha venido al mundo para hacernos capaces de obrar obras que están hechas según Dios. Por eso nos invita a seguirlo, a caminar en la luz de la vida.
En el hombre Jesús, en todas las dimensiones de su vida y, muy particularmente, en la Cruz, resplandece la luz de la vida. Todo lo demás es tiniebla de muerte.
Jesús nos invita a seguirle. Invita, no fuerza. De cada uno depende acoger su invitación, seguir al que es la Luz del mundo, y caminar los caminos de la tierra envueltos en la luz de la vida; o rechazarla y vivir envuelto en tinieblas, símbolo de la muerte eterna.
En la reacción de los fariseos a la revelación de Jesús un tema esencial que estos hombres no entienden. Por eso polemizan con Jesús. No entienden que las palabras de Jesús, se acogen en la fe y se viven, o se rechazan y no se viven. Pero es un despropósito polemizar con el Hijo de Dios. Una cosa buena de ese polemizar es que abre espacio para que el Señor profundice su revelación:
Los fariseos le dijeron: “Tú das testimonio de ti mismo: tu testimonio no vale”. Jesús les respondió: “Aunque Yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio vale, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy Yo solo, sino Yo y el que me ha enviado. Y en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí”.
Si Jesús es la Luz del mundo que ha venido a traernos la vida que recibe del Padre, es evidente que los únicos que pueden testimoniar la verdad de sus palabras son el Padre y Él. Los dos juntos. Lo que en este tema diga el mundo entero importa un bledo, porque el juicio según la carne es incapaz de pasar de Jesús de Nazaret al Hijo que el Padre nos ha enviado para traernos la luz de la vida. Todo es cuestión de fe; de creer a Jesús o no.
Jesús se conoce, y sabe de dónde ha venido y a dónde va. Por eso puede dar testimonio de sí mismo y su testimonio vale. Y Jesús no está solo, sino con el Padre que le ha enviado. Qué asombroso cumplimiento de la Ley: los dos testigos de los que habla la Ley para que un testimonio sea válido, los dos testigos de que Jesús es la Luz del mundo y de que el que le siga tendrá la luz de la vida son dos Personas divinas: Dios Padre y Dios Hijo. Como siempre, las Escrituras de Israel miran a Jesucristo y en Él llegan a cumplimiento, un cumplimiento inalcanzable con la ciencia de este mundo.
Entonces le decían: “¿Dónde está tu Padre?” Respondió Jesús: “No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre”.
Sólo el Hijo conoce al Padre y lo puede revelar. Jesucristo es la Luz que ilumina el misterio de la Santísima Trinidad. Como los fariseos rechazan la fe en Jesús se cierran el acceso al conocimiento del Hijo y del Padre. Para conocer al Padre hay que conocer a su Hijo, el que el Padre nos ha enviado para ser la Luz del mundo, y para que el que le siga no camine en tinieblas, sino que tenga la luz de la vida.
El evangelista termina:
Estas palabras las pronunció en el Tesoro, mientras enseñaba en el Templo. Y nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora.
Siempre la presencia de la Cruz. La presencia de la Cruz da a las palabras de Jesús una especial dimensión escatológica; y revela su profundidad. Esa presencia de la Cruz iluminan con una luz especial las palabras de Jesús: el Crucificado es la Luz del mundo, y el que camine a esa luz tendrá la luz de la vida.
Excursus: El Templo de Jerusalén
Jesús está enseñando en el Templo de Jerusalén. Cuánto amor tenía Jesús al Templo. Ahora le está llevando a la plenitud de su sentido y de su grandeza: es la cátedra en la que el Verbo Encarnado nos ilumina y nos enseña el camino de la Casa de su Padre Dios.
El Templo de Jerusalén está prestando los últimos y más importantes servicios a la obra de la Redención. Durante siglos ha sido el único lugar en la tierra en el que el verdadero Dios ha puesto su morada entre los hombres; en el que ha escuchado la oración del Israel fiel. El único Templo en el que se han ofrecido sacrificios que Dios ha aceptado con agrado. El último servicio que presta esta venerable institución es ser la cátedra en la que Jesús, la Palabra consustancial del Padre, enseña lo que le ha oído. Cuando, en la Cruz, Jesús pronuncie su última palabra –“Todo está cumplido”–, la misión del Templo de Jerusalén habrá terminado, y el edificio será destruido no muchos años después.
Realmente habrá terminado la función del edificio, pero la Palabra de Dios que allí resonó no se ha apagado; sigue recorriendo los caminos de la tierra iluminando el mundo para que los hombres no caminen en tinieblas y puedan tener la luz de la vida. Esta grandeza del Templo de Jerusalén no se la quitará nunca nadie.
Han pasado dos mil años desde que Jesús nos reveló, en el Templo de Jerusalén, que Él es la Luz del mundo; el resultado es asombroso: una multitud inmensa de cristianos –muchos ya canonizados– han recorrido los caminos de la vida iluminados por la luz de Cristo. Así han pasado por el mundo obrando las obras de Dios, haciendo el bien, cuidando la vida, dando gloria a Dios. La vida de la Iglesia es poderoso testimonio de la verdad de las palabras de Jesucristo.
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