Meditación sobre Jn 8,12-20
Jesús está enseñando al pueblo en el Templo de Jerusalén. Después del encuentro con la mujer adúltera el evangelista nos dice:
Jesús les habló otra vez diciendo: “Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
Jesús es el Hijo Unigénito de Dios. Ha venido al mundo, que estaba envuelto en las tinieblas del pecado y de la muerte, para iluminarlo con la vida que recibe del Padre. Para eso nos dará a participar de su filiación divina. Así podremos seguirlo y no caminaremos en tinieblas: tendremos la luz de la vida gloriosa de los hijos de Dios. San Pablo, en la Carta a los Gálatas, lo expresa admirablemente:
Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la Ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo y, si hijo, también heredero por voluntad de Dios.
Así los cristianos, sabiéndose hijos de Dios, podrán iluminar todos los caminos de la tierra con la Luz de Cristo.
Ahora intervienen los fariseos. En el luminoso horizonte que nos abren las palabras de Jesús la reacción de estos hombres es completamente penosa. Se pierden toda esta maravilla de vida que Jesús nos revela cuando nos dice que es la Luz del mundo y nos invita a vivir envueltos en su luz. Una cosa buena que tiene la intervención de estos fariseos: le da ocasión a Jesús para revelarnos quién es Él.
Los fariseos le dijeron: “Tú das testimonio de ti mismo: tu testimonio no vale”. Jesús les respondió: “Aunque Yo dé testimonio de mí mismo, mi testimonio vale, porque sé de dónde he venido y a dónde voy; pero vosotros no sabéis de dónde vengo ni a dónde voy. Vosotros juzgáis según la carne; yo no juzgo a nadie; y si juzgo, mi juicio es verdadero, porque no estoy Yo solo, sino Yo y el que me ha enviado. Y en vuestra Ley está escrito que el testimonio de dos personas es válido. Yo soy el que doy testimonio de mí mismo y también el que me ha enviado, el Padre, da testimonio de mí”. Entonces le decían: “¿Dónde está tu Padre?” Respondió Jesús: “No me conocéis ni a mí ni a mi Padre; si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre”.
Una y otra vez insiste Jesús en que Él es el enviado del Padre; sabe de dónde ha venido y a dónde va. Jesús no está solo, sino con el que le ha enviado; y también el que le ha enviado, el Padre, da testimonio de Él. Por eso para conocer a su Padre hay que conocerlo a Él.
Si Jesús es el Hijo de Dios que ha venido a iluminar el mundo con la vida que del Padre recibe, es evidente que los únicos que pueden testimoniar la verdad de sus palabras son el Padre y Él. Los dos juntos. Y nadie más. Lo que en este tema diga el mundo entero importa un bledo, porque el juicio según la carne –es decir, juzgar por apariencias y en base a criterios humanos comunes– es incapaz de llegar a conocer a Jesús y a su Padre, de pasar de Jesús de Nazaret al Hijo que el Padre nos ha enviado para traernos la luz de la vida gloriosa de los hijos de Dios.
Al final todo es cuestión de fe: creer a Jesús y acoger en la fe sus palabras. Pero si no crees en Jesús entonces cierras toda esperanza a que sus palabras puedan ser verdaderas para ti, y haces de tu vida un caminar en la oscuridad de la muerte. Todo depende de la respuesta a la pregunta: ¿quién es el yo que dice «Yo soy»? Porque si es el yo de un hombre sus palabras son un despropósito; pero si es el Yo de Dios Hijo, entonces las palabras de Jesús son las únicas importantes en nuestra vida.
El evangelista termina:
Estas palabras las pronunció en el Tesoro, mientras enseñaba en el Templo. Y nadie le prendió, porque aún no había llegado su hora.
Siempre la presencia de la Cruz. La presencia de la Cruz da a las palabras de Jesús una especial dimensión escatológica; y revela su profundidad. La presencia de la Cruz ilumina, con una luz especial, las palabras de Jesús: el Crucificado es la Luz del mundo, y el que camine a esa luz tendrá la luz de la vida.
Excursus: El Templo de Jerusalén
Jesús está enseñando en el Templo de Jerusalén y, con su enseñanza, le está llevando a la plenitud de su sentido y de su grandeza: el Templo es la cátedra en la que el Verbo Encarnado nos ilumina y nos enseña el camino de la Casa de su Padre Dios.
El Templo de Jerusalén está prestando los últimos y más importantes servicios a la obra de la Redención. Durante siglos ha sido el único lugar en la tierra en el que el verdadero Dios ha puesto su morada entre los hombres; en el que ha escuchado la oración del Israel fiel. El único Templo en el que se han ofrecido sacrificios que Dios ha aceptado con agrado. El último servicio que presta esta venerable institución es ser la cátedra en la que Jesús, la Palabra consustancial del Padre, nos revela lo que le ha oído. Cuando, en la Cruz, Jesús pronuncie su última palabra –Todo está cumplido–, la misión del Templo de Jerusalén habrá terminado, y el edificio será destruido no muchos años después.
Realmente habrá terminado la función del edificio, pero la Palabra de Dios que allí resonó no se ha apagado; sigue recorriendo los caminos de la tierra iluminando el mundo para que los hombres no caminen en tinieblas y puedan tener la luz de la vida. Esta grandeza del Templo de Jerusalén no se la quitará nunca nadie.
Han pasado dos mil años desde que Jesús nos reveló, en el Templo de Jerusalén, que Él es la Luz del mundo; el resultado es asombroso: una multitud inmensa de cristianos –muchos ya canonizados– han recorrido los caminos de la vida iluminados por la luz de Cristo. Así han pasado por el mundo obrando las obras de Dios, haciendo el bien, cuidando la vida, dando gloria a Dios. La vida de la Iglesia es poderoso testimonio de la verdad de las palabras de Jesucristo.
Comentarios
Publicar un comentario