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La armadura de Dios

Meditación sobre Ef 6,10-20

Las Cartas de San Pablo están cuajadas de páginas admirables, dedicadas a invitarnos a luchar para ser fieles a Jesucristo. Son unas páginas en las que el Apóstol se va centrando en todas las dimensiones de la vida de fe del cristiano. Son páginas que hay que leer despacio, meditar en la oración y, con la gracia de Dios, esforzarse en vivirlas. Esta página que vamos a meditar ahora se centra en las armas necesarias para vencer en la lucha, lucha cuya finalidad es permanecer fieles a Cristo Jesús.

Por lo demás, confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; revestíos con la armadura de Dios para que podáis resistir las insidias del diablo, porque no es nuestra lucha contra la sangre o la carne, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires. Por eso, poneos la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo y, tras vencer en todo, permanezcáis firmes. 

La vida del cristiano es un combate; un combate duro y decisivo. Un combate en el horizonte escatológico, en el que nos jugamos la salvación personal y la edificación del Reino de Dios en la tierra. Es un combate contra el mundo hostil a Dios, contra todo el mundo de Satanás: los principados,  las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires –estos nombres están tomados de la literatura judaica de la época y designan las fuerzas tenebrosas que se esfuerzan por mantener a la humanidad alejada de Cristo–.

   Pero es un combate al que acudimos confiados, porque el Señor –y la fuerza de su poder– que está de nuestra parte, ya ha vencido al Príncipe de este mundo. Nos dice San Juan en su evangelio que, a punto de encaminarse a su Pasión, Jesús declaró:

“Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre”.

Y un poco después:  

“Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Pero si para esto he venido a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!”

   Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y de nuevo lo glorificaré”.

La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: “Le ha hablado un ángel”.

   Jesús respondió: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo, ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado fuera. Y Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”. 

Decía esto para significar de qué muerte iba a morir.

Jesús arroja fuera al príncipe de este mundo. Ahora, revestidos con la armadura de Dios, confortados en el Señor y en la fuerza de su poder, podemos resistir las insidias de Satanás, vencer en todo, y permanecer firmes en el día malo.

Pablo nos va a describir la armadura de Dios. Las piezas de la armadura, fáciles de identificar, son las que vestían los soldados romanos de la época. Cada una tiene una función determinada en la proclamación del Evangelio.

Así pues, estad firmes, ceñidos en la cintura con la verdad, revestidos con la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para proclamar el Evangelio de la paz; tomando en todo momento el escudo de la fe, con el que podáis apagar los dardos encendidos del Maligno. Recibid también el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios. 

Qué página tan notable. Que alta calidad literaria y metafórica tiene. Dos veces nos había invitado el Apóstol a ponernos la armadura de Dios. Ahora, en este texto admirable, nos dice cómo podemos hacerlo. La verdad, la justicia, el anuncio del Evangelio, la fe, la salvación, y la palabra de Dios son las piezas de esa armadura. Armadura de Dios porque todo es don de Dios, y armadura de Dios porque la necesitamos para combatir y vencer los combates de Dios, para cooperar en la edificación de la obra de Dios; sin ella no intentemos combatir contra el diablo y las potencias del mal. Ninguna de las armas forjadas por Dios debe faltar en el equipo de guerra del cristiano, porque Satanás utiliza todos los recursos, desde la fiereza del dragón rojo hasta la astucia de la serpiente.

Entre los diversos medios sobrenaturales para luchar contra las asechanzas del enemigo destaca la oración:

Orad en todo tiempo en el Espíritu, con toda oración y súplica, vigilando además con toda constancia y súplica por todos los santos, y también por mí, para que, cuando hable, me sea dada la palabra para dar a conocer con libertad el misterio del Evangelio del que soy mensajero, aunque encadenado, y que pueda hablar de él libremente y anunciarlo como debo.

Sin la oración perseverante saldremos derrotados siempre. Y ya sabemos lo que significa ser derrotados por Satanás: la historia, gigantesco río de sangre y lágrimas, es el testimonio de esa derrota.

   Orar siempre, convirtiéndolo todo en oración, y orar, con toda constancia y súplica por todos los santos, por todos los cristianos empeñados en llevar el misterio del Evangelio, misterio de salvación y de vida, al mundo. Que nadie se sienta sólo en el combate, que experimente que, junto a él, lucha el enorme ejército de los santos de Dios. Esa seguridad tiene el Apóstol. Confiado en la oración de la Iglesia sabe que, aunque en la cárcel, sigue siendo mensajero del Evangelio, y puede anunciarlo libremente.

Esta armadura de Dios, que el Apóstol describe admirablemente, es la que tenemos que revestirnos para luchar y vencer en todos los combates, para crecer en todas las dimensiones de nuestra vida cristiana, para permanecer fieles al Señor en todas las circunstancias de nuestra vida.



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