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Tampoco Yo te condeno

Meditación sobre Jn 8,1-11

Estamos en Jerusalén, ya muy cerca de la Pasión. San Juan nos dice:

Jesús se fue al monte de los Olivos. De madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a Él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.

El Señor ha puesto su cátedra en el Templo y enseña, rodeado de todo el pueblo, la verdad que ha oído de Dios, lo que el Padre le ha enseñado. Allí, en el Templo de Jerusalén, estamos todos los que deseamos, mas que nada en el mundo, escuchar la enseñanza de Jesús, porque solo Él habla las palabras de Dios, solo Él tiene palabras de vida eterna.

Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?” Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarlo. Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra.

El comportamiento de esos escribas y fariseos no puede ser más innoble. Qué desprecio tienen a esa mujer, al pueblo de Dios, al Templo, y a la Ley de Moisés. Para ellos todo es instrumento para sus maquinaciones mezquinas.

   La reacción de Jesús es sorprendente. Quizá quiere abrir espacio para que estos hombres se serenen y comprendan lo que está en juego. Como no lo consigue, Él se lo va a hacer comprender con una breve frase:

Pero como ellos insistían en preguntarle se incorporó y les dijo: “Aquel de vosotros que esté sin pecado que le arroje la primera piedra”. E, inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio.

Jesús ha venido al mundo a ponernos a cada uno delante de la verdad de nuestra vida, que es ponernos delante de la mirada de Dios, justo Juez; para que nos convirtamos de nuestros pecados y enfilemos el camino de la Salvación. Por eso Jesús les hace entender a esos hombres que nadie les ha constituido jueces; que participarán en un juicio, pero no estarán en el tribunal; que en el juicio de Dios al que se encaminan, lo único que importa es el pecado propio. Estos escribas y fariseos reaccionan y, comenzando por los que se saben más cerca del juicio de Dios, se fueron retirando. Como hombres formados en las Escrituras de Israel debieron caer en la cuenta que sólo Dios es Juez.

Pablo, que persiguió con saña a los cristianos, lo comprendió a fondo cuando se encontró con Jesús en el camino de Damasco. ¡Y cómo cambió! En la Carta a los Romanos nos dice:

Pero tú ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú ¿por qué desprecias a tu hermano? En efecto, todos hemos de comparecer ante el tribunal de Dios, pues dice la Escritura:

¡Por mi vida!, dice el Señor,

que toda rodilla se doblará ante mí,

y toda lengua bendecirá a Dios.

Así pues, cada uno de vosotros dará cuenta de sí mismo a Dios.

En último extremo de lo único que tengo que preocuparme es de preparar esa comparecencia ante el tribunal de Dios en la que daré cuenta de mi vida. La confesión sacramental nos ayuda de modo muy particular a preparar ese día.

A los escribas y fariseos aquella mujer no les importaba nada, era un simple instrumento para poder acusar a Jesús. Al Señor esa mujer sí le importa. Por eso, una vez que se fueron los acusadores, se dirige a ella:

Incorporándose Jesús le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco Yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”.

Jesús confía en ella y la tranquiliza. No le pide ninguna manifestación de arrepentimiento o de fe. Le dice que Él no la condena, pero que su pecado sí puede condenarla. Jesús abre espacio para que esta mujer se convierta y no le pide, en esa hora tan dramática para ella, ninguna decisión.

   ¿Qué hizo la mujer? No sabemos. El relato queda abierto, como tantas veces en los evangelios; queda abierto para que podamos entrar en él, para que nos sintamos interpelados por las palabras de Jesús. No sabemos lo que hizo la mujer, pero tengo para mí que al recordar cómo había sido tratada por los escribas y fariseos y cómo la trató Jesús, esa mujer se decidió a tomarse en serio las palabras del Señor.

Estamos en Jerusalén. Falta poco para la Pasión. Muy posiblemente esta mujer estuvo entre la muchedumbre cuando, después de la flagelación, salió Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de púrpura; y esta mujer escuchó a Pilato decir: “Aquí tenéis al hombre”. Entonces se acordaría del encuentro en el Templo y se diría: efectivamente, ése es el hombre; ése es el hombre que me trató con respeto, que me salvó la vida, y que me abrió el camino de la vida eterna. Y en lo íntimo de su corazón le diría a Jesús: Ahora te comprendo; por eso me dijiste: “Tampoco Yo te condeno”, porque ibas a cargar tú con mi condena; por eso me dijiste: “Vete, y en adelante no peques más”, porque sabías que el día que descubriese el modo como mi pecado descarga sobre tí me abrumaría el dolor y la vergüenza. Y en esa hora esa mujer supo lo que es llorar. Y en esa hora esa mujer se convirtió.

   ¿Qué pasó con los escribas y fariseos que irrumpieron en el Templo arrastrando a la mujer? Tampoco sabemos. Muy posiblemente fueron testigos de la Crucifixión y escucharon la voz que ya conocían: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y ese día comprendieron las palabras que Jesús les dirigió en el Templo. Si fue así, en su corazón le dirían al Crucificado: Conque esto era; de esto se trata; se trata de no condenar al pecador, sino de cargar con su pecado intercediendo por él ante Dios. Y realmente de eso se trata: de pasar por la vida sin juzgar a nadie, preparando el día en el que tendremos que dar cuenta cada uno a Dios, convirtiéndolo todo en oración de intercesión y, unidos a Cristo, cargar con el pecado del mundo.



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